Prisioneros de la Tecnosfera

En su inmensa mayoría los seres humanos de hoy día vivimos en una nueva esfera de la existencia conocida como Tecnosfera. Y, contrariamente a lo que podríamos pensar, no controlamos dicha esfera, sino que es ella más bien la que nos controla a nosotros. Somos sus prisioneros y eso podría condenarnos.


Esta imagen es una reconstrucción a escala global de cómo se ve nuestro mundo desde el espacio cuando es de noche.
En seguida saltan a la vista las vastas áreas iluminadas artificialmente, coincidiendo con las regiones más densamente
pobladas. La iluminación eléctrica es un fenómeno realmente reciente, pues existe desde hace algo menos de 150 años.
No obstante en las últimas décadas ha experimentado una expansión exponencial, alterando drásticamente la faz de
nuestro mundo.    
   
     A modo de símil podemos considerar que el planeta Tierra es más o menos como una cebolla, pues se compone de distintas capas o esferas estrechamente interrelacionadas entre sí. Originalmente, cuando nuestro mundo se formó hará unos 4.600 millones de años, existían sólo tres de estas esferas. Aparte de los núcleos interno y externo y las capas del manto (la superior de las cuales se denomina astenosfera), esas regiones ardientes del interior del planeta que no podemos alcanzar pero que sabemos que están ahí, encontrábamos la litosfera (o corteza terrestre, compuesta por placas tectónicas que encajan y chocan unas con otras), la hidrosfera (el conjunto de todas las masas de agua como océanos, lagos, ríos y demás) y la atmósfera (la capa de gases que envuelve a todo el planeta hasta una altura de unos 80 kilómetros). Un tiempo después de formada la Tierra, hará algo más de 4.000 millones de años, surgió la vida y, con ella, comenzó a evolucionar y a extenderse por todas partes una nueva esfera de la existencia. Ésta era la biosfera (término acuñado por el geólogo Eduard Suess en 1875), entendida como el conjunto de todos los organismos vivos existentes en cada momento, además de sus interrelaciones con el resto de esferas del planeta. La biosfera surgió fruto de estas interrelaciones, pues la vida apareció en el agua y los componentes que la constituyen se encontraban disueltos en esta o procedían de las rocas de la corteza y de los gases del aire. 

     No obstante la biosfera también impactó de manera muy importante en el resto de esferas planetarias. Con el trascurso de los eones los organismos fotosintéticos alteraron la composición de la atmósfera, volviéndola rica en oxígeno, poblaron los mares y la superficie terrestre, creando bosques, selvas y praderas, dando como resultado también que la vida animal ocupara todos estos espacios. Así la biosfera se superpuso al resto de capas de la gran cebolla global, mezclándose con ellas en una suerte de ciclo alimentado por la energía del Sol (trasformada en materia viva por los vegetales) y el calor interno de la propia Tierra (que renueva constantemente la corteza y sus materiales). Un equilibrio cuasi perfecto en el que toda la materia iba pasando desde una esfera de la existencia a otra a través de una serie de ciclos combinados. El agua se integra en los organismos vivos, para después ser liberada de nuevo en los mares o ríos y, de estos, pasar a la atmósfera por evaporación, que luego se descarga en forma de lluvia en los continentes y erosiona las rocas, modelando los paisajes. Los organismos vivos toman minerales del medio, como el carbonato cálcico, para construir sus caparazones y esqueletos internos, pero al morir éste regresa a la corteza acumulándose en gruesos sedimentos que terminan originando estratos de roca. Roca que puede ser disuelta muy lentamente por el agua ligeramente ácida e incorporarse en disolución a la hidrosfera. Asimismo los organismos fotosintéticos toman el carbono de la atmósfera y lo incorporan a la biosfera, pero una vez más cuando mueren dicho carbono puede terminar acumulándose en gran cantidad bajo la forma de sedimentos que, al mineralizar, dan origen a los depósitos de hidrocarburos.

     Estos procesos o ciclos han existido desde hace cientos de millones de años, conectando todas estas esferas o capas de la cebolla global y haciendo de la Tierra un planeta vivo, esa "roca extraña" absolutamente única en el Universo conocido. Hasta que un buen día vio la luz nuestra especie, el Homo sapiens tal y como nos autodenominamos en un derroche de arrogancia. Somos unos recién llegados, pues aparecimos hará sólo unos 300.000 años. Durante la mayor parte de todo ese tiempo vivimos como nómadas cazadores y recolectores, causando un impacto poco apreciable en el entorno. Dicho impacto fue más acusado una vez los seres humanos salieron de su cuna africana y fueron expandiéndose por todos los continentes, arribando a lugares como Australia, América, Nueva Zelanda o Madagascar, donde a buen seguro fueron la causa de la extinción de bastantes especies. Aun así en tiempos paleolíticos los humanos seguían siendo un elemento más de la biosfera. Cazaban y pescaban, fabricaban herramientas o empleaban el fuego para despejar terrenos, pero hablamos siempre de poblaciones pequeñas y muy dispersas que se movían por unos ecosistemas de los que también formaban parte. No existía distinción alguna entre el mundo natural y el mundo de los humanos.

      Esto empezó a cambiar un poco con la llegada de la llamada Revolución neolítica, que supuso el paso de la caza-recolección a formas novedosas, y sobre todo más intensivas, de obtención de alimentos, la agricultura y la ganadería. Muy lentamente, a partir de hace unos 10.000 años en adelante, los humanos comenzaron a realizar una transformación más acusada de los paisajes. Se despejaron o quemaron amplias extensiones de bosque, se desecaron humedales, se represaron ríos y, en definitiva, se acondicionaron más y más terrenos para hacerlos aptos al cultivo de unas pocas especies vegetales y el pastoreo de un selecto grupo de animales. Y sí, también surgieron los primeros asentamientos permanentes que, en el trascurso de unos cuantos milenios, terminaron creciendo hasta formar auténticos centros urbanos. Así fue como, muy lentamente también al principio, los humanos empezamos a desligarnos del entorno natural en el que habíamos vivido desde siempre, para crear entornos modificados y adaptados a nuestras nuevas y específicas necesidades. En determinadas partes del planeta los paisajes se fueron llenando de campos cultivados, pastos cercados, caminos y calzadas, diques y canales, aldeas, ciudades, monumentos... Todas cosas creadas por nosotros y que ya no formaban parte del mundo natural, sino que se superponían a él. Aun así durante un largo lapso de tiempo, desde aproximadamente el 9000 a.C hasta el siglo XVIII de nuestra era, el impacto global de la humanidad y sus creaciones tuvo un alcance limitado y por regla general bastante localizado. Hasta hace poco más de dos siglos el planeta Tierra seguía siendo un espacio en su mayor parte virgen. Las grandes junglas de los trópicos (como las impresionantes cuencas del Amazonas, el Orinoco o el Congo, las selvas de Centroamérica, la India, el sudeste asiático o de la gran isla de Nueva Guinea), los extensísimos bosques boreales de Siberia y Canadá, las interminables llanuras del interior de Norteamérica o el Gran Valle del Rift en el este de África, continentes aislados como Australia e islas todavía más aisladas (como las del Pacífico), las gélidas e inaccesibles regiones polares y, por supuesto, los vastísimos océanos. Todos estos entornos permanecían poco o nada alterados, poblados en muchos casos por reducidas y dispersas poblaciones humanas cuya forma de vida apenas sí había variado en miles de años y, en definitiva, apenas explorados por el "civilizado" hombre occidental.

Este gráfico muestra el espectacular aumento del consumo energético realizado por la humanidad desde que se
extendió el uso de la máquina de vapor hasta la actualidad. También podemos observar que, hasta el siglo XIX,
la práctica totalidad de la energía consumida se obtenía a partir de biomasa (en esencia leña que se quemaba
para hacer fuego). La llegada de los combustibles fósiles habría de cambiar drásticamente todo eso, a lo que
también debemos sumar otras tecnologías como las de la industria nuclear (Fuente: tlaxcala-int.org).
     
      Todo esto cambiaría y lo haría increíblemente rápido con el advenimiento de la Revolución industrial. En el trascurso de poco más de 150 años el mundo sufriría una trasformación tan profunda que resultaría irreconocible para aquellos que vivieron en épocas pretéritas. Si una persona que hubiera nacido en Europa a principios del siglo X fuera trasladada por arte de magia al siglo XV, obviamente encontraría las cosas cambiadas, así como unas cuantas invenciones que le resultarían desconocidas y hasta sorprendentes. Sin embargo podríamos apostar a que ese mundo futuro le seguiría resultando familiar a pesar de todo. Por contra cojamos a alguien que haya nacido en el siglo XVI en cualquiera de las naciones más avanzadas de la época y llevémoslo de viaje hasta el presente. A buen seguro el impacto que recibiría bien podría matarlo del susto, pues tendría la impresión de haber sido enviado a un mundo extraterrestre muy distinto al que él conocía. Tal es el impacto que ha tenido en el planeta nuestra civilización tecnológica y globalizada. Somos capaces de hacer cosas que, para nuestros antepasados, se asemejarían a poderes mágicos o incluso divinos. Curamos y combatimos con extraordinario éxito enfermedades y dolencias que en el pasado causaban estragos, hasta el punto de que ya casi ni nos preocupan. Podemos comunicarnos instantáneamente con personas que se encuentran en el otro extremo del mundo. Hemos sido capaces de liberar y hasta controlar la energía del interior del núcleo del átomo. Hemos pisado la luna y fabricado máquinas que han alcanzado la práctica totalidad de los mundos del Sistema Solar. Hemos desvelado algunos de los mayores secretos del Universo. Y, en un futuro cada vez más cercano, la Inteligencia Artificial será una realidad cotidiana para todos nosotros.

      Pero indudablemente todos estos fabulosos progresos, toda esta revolucionaria trasformación, han tenido y tendrán un altísimo coste. A medida que hemos ido extrayendo y explotando nuevas fuentes de energía, a medida que la sociedad industrial se expandía más y más a costa de exprimir los recursos naturales del planeta, a medida que nuestros conocimientos y tecnología nos permitían llegar a lugares antes inaccesibles y a medida que todo esto ha ido generando un impacto en el entorno cada vez más catastrófico, una nueva esfera de la existencia ha tomado forma. Ésta es la última y novísima capa de la cebolla global, la Tecnosfera, un neologismo acuñado en 2014 por el geólogo e ingeniero estadounidense Peter Haff, profesor emérito de la Duke University ¿Cómo podemos definir la Tecnosfera? No es sólo el conjunto de todas las creaciones humanas sumadas a toda la masa de seres humanos y de animales y plantas domesticados existentes, sino también la red de interrelaciones que todo ese conjunto mantiene con las otras esferas (biosfera, atmósfera, litosfera...). Que la Tecnosfera ha alcanzado unas dimensiones inimaginables en la actualidad es algo que se puede cuantificar con cifras. La población humana mundial se acerca a los 7.700 millones de personas, pero a esto hay que sumar entre otras cosas toda la biomasa de animales de granja o domésticos. Se estima que en el mundo hay más de 16.000 millones de pollos y gallinas, casi 2.000 millones de cabras y ovejas, más de 1.300 millones de cabezas de ganado bovino, unos 1.000 millones de ganado porcino y unos 500 millones de perros y gatos domésticos. Y a todo esto hay que añadir el volumen de todas las cosas que hemos fabricado o construido. Dentro de este titánico saco tenemos desde los objetos más simples, humildes y cotidianos (como peines, cepillos de dientes o hamacas para la playa), pasando por todos los artefactos de alta tecnología (teléfonos móviles, ordenadores, dispositivos de memoria extraíbles, satélites artificiales...), hasta la maquinaria, construcciones, infraestructuras y obras de ingeniería más impresionantes (súper petroleros, rascacielos, presas hidráulicas, oleoductos y gasoductos, carreteras, puentes...), sin olvidarnos de toda la basura y deshechos que generamos (porque esto también integra la Tecnosfera) ¿Cuánto suma todo esto? Se ha estimado que un volumen total de unos 30 billones de toneladas.

Bagger 288, así es la colosal máquina considerada el vehículo terrestre más grande del planeta
Arriba fotografía de cómo la Tecnosfera devora la litosfera. Esta
excavadora minera es considerada el vehículo más grande del mundo,
ya que mide casi cien metros de alto por más de doscientos de largo,
con un peso total de 13.500 toneladas. Es capaz de mover 240.000
toneladas de material al día y su funcionamiento requiere una
cantidad mínima de personal.
     ¿Hemos acabado? Por supuesto que no, porque la Tecnosfera es mucho más, pues incluye una dimensión intangible que la hace única entre todas las esferas terrestres. Hablamos de la dimensión cultural, que abarca todas esas cosas que se pueden considerar como patrimonio inmaterial de la humanidad. Las tradiciones, los ritos, la mitología, las religiones, las ideologías, las instituciones, la filosofía, las ciencias, la música... Todo eso no sólo se integra dentro de la Tecnosfera, sino que también le da forma como casi ninguna otra fuerza hace. En cierto modo podríamos decir que todas las entidades físicas de la Tecnosfera, a excepción de los deshechos que son un producto involuntario, son una materialización de ese universo de ideas que compone la dimensión intangible de la que hemos hablado. Pero dicha materialización trasciende incluso más allá. Los avances informáticos han creado una nueva realidad, el ciberespacio, ese universo de las redes digitales por el que se mueven millones de personas diariamente y que ha permitido, entre otras muchas cosas, crear la esfera virtual de las actividades financieras. Dichas actividades ya existían en el pasado, pero hoy día se basan en el flujo masivo de datos entre servidores informáticos y su impacto en el mundo material ha alcanzado una dimensión impensable hace apenas un siglo. Sí, lo que ocurre en esa subesfera virtual de la Tecnosfera que es el universo financiero, puede afectar y mucho a las otras capas de la cebolla global. Afectará a la atmósfera, a la hidrosfera (los océanos) y por supuesto también a la biosfera.

      Y es que la Tecnosfera ha trascendido incluso las fronteras de nuestro planeta, pues éste se encuentra rodeado por una nube de satélites y basura espacial que no para de crecer. Y muchísimo más que lo va hacer con la nueva generación de satélites de bajo coste que se organizarán en inmensas constelaciones de decenas de miles de unidades (ver el artículo La amenaza de Starlink), lo que expandirá esa monstruosa capa satelital, y sus restos, hasta niveles impensables. La contaminación lumínica en las grandes urbes impide ver el estrellado cielo nocturno tal y como lo hacían nuestros antepasados, pero en un futuro muy próximo el brillo de cualquier estrella, estés en el rincón del mundo en el que estés, quedará atenuado u obstaculizado por decenas de miles de cuerpos reflectantes orbitando a cientos de kilómetros sobre nuestras cabezas.

     A día de de hoy el impacto de la Tecnosfera sobre el resto del planeta es tan inmenso que los expertos ya hablan de una nueva edad geológica, el Antropoceno, que habría comenzado con la llegada de la Revolución industrial a finales del XVIII y principios del XIX (si bien ciertos autores sostienen que debería situarse su inicio con la invención de la agricultura y aun otros lo retrasan a pleno siglo XX, cuando fueron detonados los primeros artefactos nucleares). Bien podríamos decir también que el Antropoceno es la edad en la que la Tecnosfera se expande hasta adquirir una dimensión realmente global. Y esto es especialmente cierto a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando tiene lugar el fenómeno conocido como Gran Aceleración, debido a la explosión demográfica y a la velocidad a la que se van sucediendo los avances científicos y tecnológicos (uso de la energía nuclear para fines pacíficos o bélicos, carrera espacial, desarrollos en ingeniería genética, informática, robótica...). Dicha Gran Aceleración ha permitido que la existencia de la Tecnosfera condicione el funcionamiento de las demás esferas planetarias, pues además de interrelacionarse con ellas las va consumiendo o alterando a un ritmo cada vez más acelerado. Podemos ver esto claramente en ciertos fenómenos como la actual Crisis Climática, motivada por el aumento del dióxido de carbono en la atmósfera (además de otros contaminantes) que tiene su origen en las actividades humanas. También en el terrible impacto que estamos teniendo sobre la biosfera en general. Desde 1970 hasta la actualidad las poblaciones salvajes de animales se han reducido en un 60%, hemos talado aproximadamente la mitad de las selvas que había en el planeta y la pérdida masiva de biodiversidad nos acerca al abismo de la sexta gran extinción en masa (el ritmo actual de extinción de especies es entre 100 y 1.000 veces más intenso que el que existía antes de la Revolución industrial). Ni tan siquiera los océanos se salvan, por mucho que ocupen la mayor parte de la superficie terrestre y no sean un medio en el que nos hayamos asentado realmente. Se estima que los residuos de plástico, y los mucho más insidiosos microplásticos, matan a alrededor de un millón de aves marinas y a unos 100.000 mamíferos marinos al año. Al ritmo de vertido actual la masa total de estos deshechos en los mares superará a la de toda la biomasa global de peces en 2050 (ver este artículo de El País). Hablando mal y pronto un auténtico océano de mierda.
                                                    
Parches de basura en los mares
Arriba modelo de simulación elaborado por la NASA donde se observa cómo la Tecnosfera envenena la hidrosfera.
La masas de puntitos azul claro representan el flujo de residuos de plástico flotando a la deriva por los distintos
océanos. Las áreas elípticas muestran las zonas donde las corrientes terminan llevando todos estos plásticos,
así llamadas por ello "continentes", algunos de los cuales ocupan una extensión comparable a la de todo Estados
Unidos (Fuente: 
www.natura.com). 
   
      La Tecnosfera se ha convertido en una especie de gran parásito global. Mientras ella crece más y más otras esferas de la existencia desaparecen (porque se nutre de estas) o se ven letalmente afectadas (por el impacto que sufren a causa de nuestras actividades). Los humanos modernos nos hemos desligado por completo del mundo natural del que procedemos, creando nuestra propia esfera de la existencia, hecha a imagen de nuestras necesidades, pero también de nuestros sueños, ambiciones y, por qué no decirlo, delirios. Todo ello nos ha llevado hasta donde ahora estamos, enfrentando una crisis planetaria de la que la mayoría de la población todavía no es consciente en su verdadera magnitud. Para seguir creciendo y expandiéndose la Tecnosfera necesita integrar en su seno elementos procedentes de otras capas de la cebolla global, necesita consumirlas, al tiempo que las trata como vertedero donde arrojar sus residuos, pues no tiene otro lugar donde hacerlo ¿Hasta cuándo podrá seguir este proceso sin que la habitabilidad del planeta se vea seriamente comprometida? Muchos dicen estar involucrados en eso que se ha venido a llamar desarrollo sostenible, una forma de tratar de compaginar nuestra visión materialista/capitalista de la realidad con la ineludible obligación de preservar el entorno en el que vivimos, para que éste no se vuelva tan hostil que dificulte nuestra supervivencia. Todo ello basado en una creencia cuasi religiosa en que, como en el pasado, la evolución científico-tecnológica encontrará una vía de escape que nos permita seguir progresando sin límites, pero haciéndolo dentro de un modelo mucho menos destructivo.

      ¿De verdad es eso posible? Hoy día la práctica totalidad de la población mundial, excepción de ciertos grupos muy pero que muy residuales de cazadores-recolectores que habitan en ciertas regiones remotas y muy aisladas, vive por completo integrada en la Tecnosfera. Somos un elemento más de la misma y no podemos desvincularnos de ella, sencillamente no podríamos sobrevivir si lo hiciéramos. Yo nací a finales de la década de los 70 del pasado siglo, en un mundo en el que no existían las tecnologías digitales de uso cotidiano ni el espectacular desarrollo actual de las telecomunicaciones, estando ambos fenómenos en una fase bastante embrionaria. No obstante hoy día dichas tecnologías forman parte integral de mi vida y sería muy difícil imaginarme sin ellas; como tantísimos otros me he vuelto dependiente. Y ahí reside precisamente el tremendo problema, ya que a medida que la Tecnosfera se expande y se vuelve más y más compleja, más dependemos de ella. Electricidad, agua potable, climatización, trasportes, comunicaciones, servicios médicos, artículos de consumo, ocio... Hace apenas dos siglos nuestros antepasados carecían de todas estas cosas, pero si nos las arrebataran de golpe sufriríamos un shock del que difícilmente nos recuperaríamos. Aunque todas ellas tienen un precio y no me estoy refiriendo al dinero que nos cuestan, sino más bien a su coste ecológico, al impacto que generan en el entorno (consumos de agua y energía, residuos que se vierten, etc.). Un precio que jamás figura en los balances económicos, pero que en realidad es el que más importa.

Resultado de imagen de tecnofosiles
Arriba recreación de cómo podría ser un "tecnofósil"
de un futuro muy lejano. Nuestro impacto en el entorno
es de tal magnitud que indudablemente vamos a dejar
una huella muy patente en el registro geológico.
     A menudo nos gusta vernos a nosotros mismos como personas independientes que saben apañárselas por sí solas en el complicado y vertiginoso mundo moderno. Pero ésta es una visión muy engañosa, ya que somos cualquier cosa menos independientes. Un humano del Paleolítico dependía para sobrevivir de sus propias habilidades y destrezas, así como del reducido grupo en el seno del cual vivía. Las gentes de la era preindustrial vivían en comunidades más amplias y complejas, obteniendo de ellas casi todo lo que necesitaban para sobrevivir. Existía el comercio a larga distancia que permitía adquirir artículos procedentes de lugares lejanos, pero en su mayor parte era más bien algo accesorio, no estrictamente necesario. Hoy día, para disponer de casi cualquier bien o servicio, es necesaria una infraestructura tan formidable que rara vez solemos pensar en ella, dándola por sentada. Acciones tan simples y cotidianas como encender un interruptor, abrir un grifo o consultar algo en nuestro inseparable compañero el teléfono móvil, conllevan tras de sí el trabajo de un enorme número de gente, así como un proceso increíblemente sofisticado que interrelaciona infinidad de actividades (minería, industrias de todo tipo, redes de abastecimiento, finanzas, investigación y desarrollo, servicios de publicidad y venta...) ¿Cómo escapar de todo eso? De un tiempo a esta parte se ha ido extendiendo el concepto de economía de proximidad, que se presenta como más sostenible y con una menor huella ecológica, al prescindir de bienes producidos en lugares alejados o que procedan de actividades contaminantes. Pero incluso así hay cosas de las que sería prácticamente imposible prescindir, tales como determinadas infraestructuras (redes eléctrica y de agua potable, carreteras, vías férreas, puertos o aeropuertos) o servicios (hospitales, administraciones públicas, policía, colegios, universidades, centros de investigación...). Sin todas esas cosas involucionaríamos de tal manera que nuestra sociedad colapsaría por completo.

     Ésa es la gran tragedia a la que posiblemente nos enfrentamos. Aun queriendo dar marcha atrás en esta senda insostenible de destrucción que hemos emprendido, tal vez no podamos hacerlo. O mejor sería decir que no podremos hacerlo sin regresar a un modo de vida que nos resultaría tan primitivo que tendríamos la impresión de vivir en un mundo post apocalíptico.  Nos gusta creer que estamos al timón de la nave Tierra, pero quizá sólo sea eso, una mera ilusión. Porque esa sensación de control ignora que no podemos desprendernos de esa formidable esfera de la existencia, esa nueva capa de la cebolla global, que hemos creado para nosotros mismos. Y sin embargo, de no hacerlo, muy probablemente estemos comprometiendo nuestra supervivencia. Hemos creado una prisión y nos hemos puesto a vivir en ella, mientras empuñamos sus barrotes con entusiasmo para asomarnos a contemplar qué hay más allá, sin ser conscientes de que tal vez no podamos escapar de su interior cuando sea necesario. Somos prisioneros de la Tecnosfera y, si ésta cae, también caeremos nosotros. A pesar de ello ya habremos dejado nuestra imperecedera huella en el registro geológico, el contundente estrato del Antropoceno, que dentro de millones de años tal vez se muestre repleto de lo que se ha venido a llamar "tecnofósiles", evidencias petrificadas de muchas de nuestras creaciones.

    En la conocida saga cinematográfica Terminator, un sistema de Inteligencia Artificial para la Defensa, conocido como Skynet, toma conciencia de sí mismo y decide que la especie humana representa una amenaza para su existencia, por lo que termina provocando un holocausto nuclear que destruye nuestra civilización. Para acabar con los supervivientes de dicho holocausto, Skynet se pone al frente de todo un ejército de máquinas (las más conocidas de todas los cíborgs denominados terminators) a las que los humanos se enfrentarán en una lucha desesperada para evitar su total exterminio. De acuerdo, no es más que ciencia-ficción y con toda seguridad las máquinas jamás se rebelarán en contra nuestra de una manera tan brutal y despiadada, por muy inteligentes que lleguen a ser (aunque nada es descartable). Sin embargo esta historia puede ser una especie de alegoría que ejemplifique lo que podría terminar siendo la Tecnosfera. Los humanos surgimos de la biosfera, una criatura más perteneciente al sistema vivo del planeta, para más tarde empezar a consumirla y trasformarla en otra cosa distinta en virtud de nuestra gran inteligencia. Ahora somos más bien un elemento más de esa otra cosa, la Tecnosfera, y por el momento ésta no podría sustentarse si desapareciéramos. Pero eso no tendría por qué ser siempre así y ahí es donde entroncamos con el concepto de la Inteligencia Artificial, que podría hacer que la Tecnosfera siguiera adelante por sí sola prescindiendo de nosotros. Puede parecer algo bastante fantástico, pero no es tan descabellado. No estoy hablando de que llegue el día en que las máquinas terminen aniquilándonos. Más bien lo concibo como un proceso más gradual en el que la Tecnosfera termine modificándonos también a nosotros hasta el punto en que acabemos integrándonos con nuestra propia tecnología. Es a lo que se refiere el gurú de las nuevas tecnologías y mandamás de compañías como Tesla y SpaceX, Elon Musk, cuando afirma que: "o nos fusionamos con las máquinas, o la Inteligencia Artificial nos hará irrelevantes" (ver este artículo de Xataka).

      Y en este proceso de evolución de la Tecnosfera quizá llegue el día en que los humanos terminemos desapareciendo del todo. No porque nos haya exterminado una estirpe de implacables robots asesinos, tal y como se ha apuntado antes, sino más bien porque habremos cambiado tanto que ya ni se nos reconocerá como humanos. O eso o la Tecnosfera nos irá desechando lentamente a medida que nos vayamos volviendo más y más prescindibles. Otra cosa muy distinta será que ni la especie humana, ni tampoco la nueva capa de la cebolla global que ha creado, sobrevivan por mucho más tiempo. En ese caso todo esto no habrá sido más que un brevísimo incidente en la larga Historia de la Tierra, una anomalía que se prolongó sólo durante unos cuantos siglos. Apenas un pestañeo en ese abismo de tiempo que se extiende a lo largo de miles de millones de años.



M. Plaza

     
Para saber más:

El peso insostenible de la Tecnosfera (Unesco).
Hemos creado una civilización totalmente decidida a destruirse a sí misma (James Dyke. Traducido por "Rebelión").



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