Aporofobia

Aporofobia es un neologismo acuñado por la catedrática de Filosofía Política de la Universidad de Valencia Adela Cortina. Hace referencia al odio o rechazo social hacia los pobres, los marginados, los excluidos. No cabe la menor duda de que, en los tiempos que corren, vivimos en una sociedad infectada por la aporofobia.


A family takes shelter during the Dust Bowl period.
Arriba fotografía de una familia de refugiados del Dust Bowl
estadounidense, estableciendo un precario campamento durante
su emigración a California (Fuente: wkar.org).
     En la década de los años 30, en plena Gran Depresión, tuvo lugar en Estados Unidos una auténtica catástrofe ambiental y humana que afectó a alrededor de tres millones de personas que vivían principalmente en los estados de Oklahoma, Kansas, Texas... a saber, territorios de las llanuras del centro de Norteamérica. Este terrible fenómeno ha pasado a la Historia con el nombre de Dust Bowl, literalmente "cuenco de polvo" en inglés, porque se desencadenó a raíz de una devastadora sequía que dio comienzo hacia 1932 y se prolongó hasta 1939, arruinando millones y millones de hectáreas de tierras de cultivo que acabaron convertidas en eriales polvorientos. El manejo inadecuado del suelo actuó asimismo como catalizador de la catástrofe, ya que las malas prácticas agrícolas se sumaron a los efectos de la larguísima sequía para erosionar los suelos a una escala nunca vista. El resultado, imponentes nubes de polvo avanzaron por la región devorándolo todo a su paso (campos, granjas, pueblos, etc.) durante años, un "viento negro" que se llevó por delante la prosperidad y las ilusiones de decenas de miles de familias. Los granjeros vieron como este desierto traído por el viento de la noche a la mañana asfixiaba sus tierras, sepultando hasta sus casas bajo el polvo y la arena. Lo perdieron todo, ya que para afrontar los créditos que tenían pendientes con los bancos se vieron obligados a malvender sus posesiones. No obstante la historia de su desgracia sólo acababa de comenzar. 
   
     Sin medios para subsistir a muchos no les quedó otro remedio que abandonar sus tierras de origen para emigrar en busca de una vida mejor, en busca de esa "tierra prometida" donde soñaban con rehacer sus arruinadas vidas. Fue la mayor migración de la Historia de Estados Unidos, ya que más de medio millón de personas se trasladó a otros estados, especialmente hacia el oeste y sobre todo a la próspera California, que ya por entonces contaba con una pujante agricultura industrializada ¿Qué suerte corrieron muchos de estos migrantes? Habían caído en la más absoluta de las miserias y marchaban prácticamente con lo puesto, a bordo de sus destartalados tractores y camionetas Ford. Su viaje hacia una nueva esperanza acabó convertido en un auténtico via crucis de miseria y muerte. Acampaban en las cunetas, en míseras tiendas improvisadas que no les protegían de las inclemencias del tiempo, mientras los más débiles (niños y ancianos) enfermaban e incluso morían a causa de las privaciones y el hambre. Pero eso no fue lo peor. Allá donde iban muchas veces no eran bien acogidos, porque esa caravana de vagabundos, de okies como despectivamente se los llamaba (porque muchos de ellos venían de Oklahoma), era vista con recelo. Desarrapados, maleantes, piojosos, famélicos capaces de cualquier cosa con tal de llenarse el estómago. No eran pocos los que los veían de esa manera y desaprobaban que esta gente pasara por su localidad o se asentara en su condado, pues asociaban su presencia con la llegada de problemas de todo tipo. Y, como no podía ser de otra manera, los grandes terratenientes y corporaciones sacaron tajada de la desgracia de los migrantes. Aceptaron emplearlos como jornaleros en sus plantaciones, pero bajo unas condiciones de explotación tremendas. Así fue como personas que habían sido propietarias de granjas y que ganaban alrededor de 1.000 dólares al mes, pasaron a malvivir en barracones y a trabajar de sol a sol a veces por sólo 150 dólares al mes. Esta trágica epopeya fue narrada soberbiamente por John Steinbeck, uno de los escritores norteamericanos más sobresalientes del siglo XX y premio Nobel de Literatura en 1962, primero en la serie de artículos "Los vagabundos de la cosecha" y después más ampliamente en su gran novela "Las uvas de la ira" (premio Pulitzer en 1940), que fue adaptada posteriormente al cine.

     Resulta sobrecogedor comprobar las tremendas similitudes existentes entre la suerte que corrieron las víctimas del Dust Bowl estadounidense y la que actualmente corren muchas personas migrantes que proceden de lugares como Centroamérica, Oriente Medio o el África subsahariana. Hablamos de gente que huye de su tierra natal, a veces porque no tiene otro remedio si quiere sobrevivir, a veces persiguiendo un sueño, y que afronta en su viaje un auténtico calvario que no pocas veces les cuesta la vida. Hambre, sed, frío, persecución, malos tratos, rechazo... El componente racial es muchas veces un factor importante, los prejuicios infundados que muchos sienten hacia las personas con un tono de piel más oscuro o unos rasgos faciales diferentes a los suyos. Sin embargo el ejemplo del Dust Bowl nos muestra otra vertiente muy importante de ese feroz rechazo social que muchas veces sufren los migrantes. En ese caso estamos hablando de ciudadanos estadounidenses y en su inmensa mayoría blancos y de religión protestante, lo que de entrada no los diferenciaba en nada de aquellos que no los veían con buenos ojos ¿Y en qué eran diferentes entonces? La respuesta está muy clara, en su pobreza. Es ahí donde entramos en un fenómeno que la catedrática Adela Cortina, profesora de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, bautizó con el nombre de aporofobia que, tal y como lo ha aceptado la Real Academia Española de la Lengua, se define como:

       El sentimiento de miedo y de rechazo al pobre, o sea, al desamparado, al que no tiene medios. 

La catedrática Cortina afirma que tal sentimiento y actitud son adquiridos o, mejor dicho, que es nuestro entorno familiar o social el que nos los inculca. Dado que la pobreza no es una característica inherente a la propia naturaleza del ser humano, sino una condición social, el rechazo que despierta es igualmente un constructo que adquirimos a través de la educación y de nuestro entorno. Asociamos pobreza con delincuencia, comportamientos incívicos, suciedad e incluso enfermedades. Todo esto basta para que no queramos que gentes miserables vivan cerca de nosotros, que no se nos acerquen, y que incluso algunas personas las vean como una amenaza para su salud y su seguridad. Como ejemplo recuerdo muy bien una especie de pequeño experimento social que se mostraba en la serie documental Brain games, donde quedaba en evidencia cómo funcionan nuestros prejuicios. En dicho experimento aparecía primero un actor, que fingía ser una persona anciana con problemas de movilidad, simulando una caída en un parque lleno de gente. Automáticamente un montón de buenos samaritanos acudía a ayudar al pobre abuelito accidentado, interesándose por su estado y asegurándose de que estaba bien. Hasta ahí todo perfecto, ayudar a los demás es un sentimiento muy humano. Pero lo interesante venía con la segunda parte del experimento. El mismo actor aparecía en el mismo escenario pero disfrazado de manera muy diferente, como un indigente borracho para ser exactos. Acto seguido simulaba de nuevo caerse y se quedaba en el suelo inmóvil a la espera de la reacción de quienes le rodeaban. Pero nadie se mueve o tan siquiera se interesa por su estado, mientras los minutos van cayendo entre la indiferencia general. Recordemos que en uno y otro caso se trata exactamente de la misma persona.

     Así funciona la aporofobia. No vemos a un ser humano, en todo caso vemos un cliché, una imagen prefabricada de algo que asociamos con toda una serie de elementos negativos. Por eso no nos acercamos, por eso no mostramos la solidaridad que antes sí hemos tenido con una persona con otra imagen distinta, por eso despreciamos e ignoramos al sucio vagabundo que se pudre ahí tirado en medio de todo el mundo. La sociedad en la que vivimos, dominada por los dogmas neoliberales, es una sociedad en gran medida aporofóbica. La competencia, el éxito social, la acumulación de riqueza, presumir de tus posesiones y de tu estatus... Todo eso nos atrae. Pero aquellos que han quedado al margen, malviviendo en las cunetas como los refugiados del Dust Bowl, son tratados casi como si fueran culpables de algún delito. No es bastante que tengan que vivir como viven, aparte de eso han de cargar con la losa del desprecio e incluso con la sospecha de ser gente peligrosa de la que hay que librarse. Y si a esto le unimos el hecho de que los marginados sean extranjeros que vengan de lejos y que pertenecen a otras culturas, el peso de tal losa llega a ser mucho más brutal.

    Eso es precisamente lo que está ocurriendo en Europa ante la oleada de odio xenófobo, y también aporofóbico, que la está sacudiendo. Los musulmanes son unos fanáticos radicales y peligrosos, pero tampoco nos gustan esos negros que naufragan en medio del Mediterráneo tratando de llegar hasta aquí. Sin embargo el rechazo hacia personas de raza negra o de religión musulmana tiene sus matices. No se mostrará por ejemplo ante artistas de fama mundial como Beyoncé o atletas que baten récords mundiales como Usain Bolt, pues estas figuras populares generalmente despiertan admiración, no odio. Y esto último es meramente anecdótico si lo comparamos con otros casos infinitamente más sangrantes. La islamofobia es un fenómeno creciente en la sociedad europea, pero aun así cuando tenemos que hacer negocios o, más concretamente, vender armas al abominable régimen feudal de la casa de Saúd, dicho fenómeno queda convenientemente aparcado "por necesidades económicas y de empleo". Será que los musulmanes sólo nos molestan cuando son pobres y vienen a nuestro país en busca de trabajo, pero no cuando están podridos de dinero por mucho que a veces lo dediquen a financiar el yihadismo radical. En esto consiste básicamente la aporofobia, en mirar una persona de manera muy diferente en función de su nivel económico.

    Y este intenso rechazo a los pobres, como prácticamente todas las fobias, es una actitud irracional que puede llegar a tener consecuencias dañinas para el conjunto de la sociedad. Estos días ha centrado toda la atención mediática la alarmante irrupción de la formación ultraderechista Vox en las elecciones andaluzas. Llama especialmente la atención que algunos de los lugares donde más votos ha cosechado sean localidades como El Ejido, donde cerca de un tercio de la población es de origen extranjero (la mayor tasa de inmigración de toda España). Sin embargo más curioso resulta todavía el hecho de que, tal y como muestra esta noticia, algunos de los nuevos votantes de este partido no tuvieran la menor idea acerca de las demenciales propuestas de su programa electoral (como derogar la Ley contra la Violencia de Género o prohibir por completo cualquier práctica abortiva, entre otras cosas) y que, para más inri, ni tan siquiera supieran quién era su candidato a la presidencia autonómica (un juez inhabilitado por prevaricación, es decir, un sujeto de claras tendencias corruptas) ¿Por qué votaron a la extrema derecha entonces? Puede que todo se deba a un irracional impulso xenófobo y aporofóbico, una especie de "no me gusta que en mi ciudad viva tanto negro y tanto moro, que no causan más que problemas, así que voto por alguien que pienso yo que podría echarlos de aquí". No es desde luego una actitud muy reflexiva y bien pudiera ocurrir que, por tratar de conjurar una supuesta amenaza que tal vez no lo sea tanto, terminemos creando otro problema mucho mayor.

    Por último la aporofobia tiene una vertiente que nace de los prejuicios creados por los dogmas neoliberales, eso de que son los pobres, y no la sociedad en la que viven, los únicos responsables de su situación. Ya se sabe, si vives en la miseria es culpa tuya, por ser un vago, un parásito y un fracasado, así que esfuérzate más y aprende a emprender; un mantra que hemos escuchado hasta la saciedad. Pero tal mantra no es más que un artificio que nos ha sido inculcado desde arriba. Como si las políticas económicas y, podríamos decir, que antisociales de los gobiernos de corte neoliberal no afectaran al nivel de vida de las clases populares, reduciendo su poder adquisitivo, encareciendo la cesta de la compra y el acceso a los servicios básicos (vivienda, educación, sanidad, agua, electricidad y trasporte) y, en resumen, cargando sobre ellas la pesada losa de una deuda creciente que termina arruinando a muchas familias. Esto último lo han entendido a la perfección los llamados "chalecos amarillos", ese movimiento popular que ha generado una oleada de protestas sin precedentes en la vecina Francia. Una vez más lo que reclama esta gente, muchos de ellos habitantes de las zonas rurales o de poblaciones pequeñas, son soluciones a la asfixia económica en la que viven y que amenaza con empobrecerlos hasta niveles insostenibles, según los estándares de una sociedad próspera como la francesa. Y, una vez más, los poderes hegemónicos reaccionaron al principio con un impulso en buena medida aporofóbico, descalificando las protestas como "la revuelta de los palurdos", o sea, gente bruta e ignorante que no es capaz de comprender que las medidas del gobierno, por impopulares que parezcan, son en aras del bien común. Nada más lejos de la realidad, ya que las subidas de impuestos decretadas por Macron no se emplearían para poner en marcha proyectos medioambientales sostenibles o aumentar la cuota de las energías renovables, sino que, como siempre, se destinarán a financiar la deuda del Estado para con los lobbies bancarios y los especuladores que operan en los casinos financieros.

    Y es que los pobres a menudo lo son por culpa de aquellos que muchas veces los desprecian. Si hay personas migrantes que escapan de sus países de origen, no pocas veces es por culpa de que dichos países se han visto desestabilizados, sumiéndose incluso en guerras civiles, a causa de interferencias externas. El caso sirio es un ejemplo paradigmático. Y es igualmente cierto que fenómenos como la apropiación masiva de tierras y recursos por parte de grandes corporaciones trasnacionales, termina desarraigando a comunidades enteras que incluso se ven obligadas a abandonar sus tierras de origen. Es aquí donde volvemos sobre la tragedia del Dust Bowl, porque no sólo fueron la sequía, una mala gestión agrícola y las nubes de polvo que lo sepultaron todo las que expulsaron a aquellas gentes de sus granjas. Fue también la codicia de los bancos que, como aves de rapiña, se abalanzaron a despojar a quienes estaban atravesando una situación de extrema vulnerabilidad, para así terminar de arrojarlos a una miseria atroz. John Steinbeck, el relator de la desgracia de aquellos refugiados, fue también un escritor de profundas convicciones sociales que quiso dejar bien claro uno de los principales mensajes de su novela "Las uvas de la ira". Al presentarla quiso dedicarla a las víctimas de la Gran Depresión y el Dust Bowl, pero también, palabras textuales:

     "Quiero colocarles la etiqueta de la vergüenza a los codiciosos cabrones que han causado esto".

Para que luego pretendan hacernos creer que otros "codiciosos cabrones", en esencia idénticos a los de aquel tiempo, nada tienen que ver con el sufrimiento y privaciones por los que actualmente pasan millones de personas en todo el mundo.




Juan Nadie


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