Los casos Cifuentes, Casado y Sánchez han contribuido al descrédito general que se cierne sobre el sistema universitario español. Un problema de clientelismo, prácticas corruptas y connivencia con el poder heredado de la dictadura y que reaparece con el Plan Bolonia y la progresiva privatización en el sector de la formación superior.
El chiste me lo pasó a través del móvil un amigo hace unos días. Consistía en un corte de una secuencia de una conocida serie de animación de humor para adultos, cuyo doblaje había sido alterado para así dar forma al chascarrillo. La escena muestra la cabina de un avión con todos los pasajeros tranquilamente acomodados en sus respectivos asientos, hasta que una voz por megafonía anuncia: "señores pasajeros, les informamos que el piloto del vuelo se ha sacado el título en la Universidad Juan Carlos I". Y claro, al escuchar semejante anuncio, se desatan el pánico y la histeria en la cabina del pasaje. Todo y que no deja de ser el típico vídeo-chistecillo que se hace viral difundiéndose de teléfono en teléfono, tras él subyace un sentir general tras los últimos escándalos políticos relacionados con el mundo universitario. Es la percepción de que la obtención de títulos en determinadas universidades, en especial másteres, es algo muy poco serio, casi como si dichos títulos se repartieran como en una rifa de feria, lo cual no acredita ni de lejos a sus poseedores de la formación necesaria para desempeñar cualesquiera funciones relacionadas. Supone, al fin y al cabo, un descrédito general hacia el sistema universitario de nuestro país, que debería ser uno los pilares fundamentales en los que se asiente cualquier futuro de prosperidad y progreso.
Las universidades no son sólo centros de formación superior de los que deben salir profesionales altamente cualificados, son también centros de investigación donde se profundiza en todas las ramas del conocimiento, a menudo con estudios pioneros que revolucionan los desarrollos tecnológicos y nuestra comprensión de todo cuanto nos rodea. Y son, o deberían ser, centros de formación humana, donde jóvenes de toda condición comparten experiencias, debaten, se cuestionan el orden establecido y las convenciones sociales y, al fin y al cabo, impulsan las trasformaciones que hacen una sociedad más libre, justa, plural y próspera. Precisamente por todo eso el mundo universitario debería estar a la vanguardia de la sociedad, liderando los avances que nos catapulten hacia un futuro mejor en todos los aspectos. Es lo que se esperaría de aquellos con una preparación superior al resto. Sin embargo los sucesivos escándalos a raíz de los casos Cifuentes, Casado o Sánchez están dando una imagen diametralmente opuesta. Un mundo dominado por la opacidad, las redes clientelares y el favoritismo hacia las élites, las prácticas corruptas o, cuanto menos, muy cuestionables y lo que parece ser un constante mercadeo de titulaciones que se obtienen simplemente tirando de billetera ¿Es ese el panorama real de las universidades en España? Me gustaría pensar que no en la mayoría de casos, pero en el horizonte asoma una preocupación importante. Se relaciona con el llamado Proceso de Bolonia (que ha conducido a la creación del Espacio Europeo de Educación Superior), pero también con el negro pasado de las universidades bajo el yugo de la dictadura franquista. La suma de ambos factores tal vez explique por qué los escándalos citados sean la parte visible de un problema mucho mayor.
Como bien muestra el artículo Másteres, privatizaciones y corrupción, publicado en el medio digital Nueva Tribuna por Pedro Luis Angosto, la dictadura hizo muchísimo daño al mundo universitario. La purga efectuada tras la Guerra Civil fue atroz (con una larguísima lista de catedráticos y profesores asesinados, represaliados o en el exilio), lo cual cercenó fatalmente la independencia de las universidades, que acabaron en manos de los adeptos al régimen. De esta manera departamentos y facultades eran regidos no pocas veces por personajes intelectualmente mediocres, elegidos a dedo y no por supuesto por sus méritos académicos, que hacían y deshacían a su antojo. Esto permitió la creación de un entorno corrompido que se regía mediante el clientelismo, una universidad "de unos pocos" que, con demasiada frecuencia, obtenían títulos y honores en base a sus amistades, su apellido o su relación con los estamentos del régimen, no en virtud de su talento y esfuerzo personal. Sí, también había estudiantes aplicados y carentes de todos esos privilegios, pero no competían en igualdad de condiciones ni en el entorno académico ni en el profesional. Obviamente aquellos que querían progresar en uno u otro ámbito y no venían apadrinados por la dictadura, la Iglesia o cualquiera de sus esbirros, debían marcharse fuera para hacer carrera. España nunca fue país para investigadores.
La llegada de la democracia trajo un soplo de aire fresco que renovó el ambiente viciado que durante décadas reinó en el mundo universitario. Los últimos años del régimen habían visto una convulsión en su seno, profesores y estudiantes rebelándose abiertamente en defensa de las libertades. La Constitución de 1978 restauró la autonomía universitaria como garantía fundamental en su artículo 27, apartado 10; garantía que se fue desarrollando en las sucesivas Leyes Orgánicas de Universidades (LOU), la última de ellas aprobada en 2001 y posteriormente modificada en 2007. Bajo este amparo legal el sistema universitario español mejoró sustancialmente. Se hizo mucho más participativo y plural, permitió un mayor acceso a los hijos de familias trabajadoras mediante programas de becas y ayudas y, en líneas generales, mejoró la calidad de las enseñanzas y se multiplicaron los esfuerzos en investigación. También empezó a hacerse más paritario, dando un mayor acceso a la mujer tanto a la formación superior como a la docencia y los cargos académicos (hoy por hoy, por ejemplo, hay un 60% de tituladas frente a un 40% de hombres, pero las rectoras únicamente representan el 14% del total de estos cargos - ver esta noticia de la Cadena Ser -). Sin embargo, como en otros tantos ámbitos de la vida, las viejas costumbres tardan en desaparecer. Las redes clientelares sobrevivieron a este proceso de apertura y democratización, si bien de una forma más soterrada. En teoría los favoritismos injustificados tendrían que haber ido desapareciendo con el paso de los años, pero en la práctica esto significaba, por ejemplo, que si papá o mamá se encontraban al frente de un departamento en ésta o aquella facultad de la universidad que fuere, el vástago de turno tenía más oportunidades que el resto a la hora de acceder a según qué ámbitos (becas de ayuda a investigación u otros programas relacionados, la posibilidad de impartir clases como ayudante o asociado, etc.). Y como eso otras tantas cosas, incluidas las sagas familiares que tan propias son a veces de este mundo. En definitiva, bajo una vistosa fachada de modernidad y apertura, ha subsistido ese pasado franquista de opacidad y favoritismos.
A pesar de todo esto y de los siempre presentes problemas de financiación, que se manifestaron durante años con aulas masificadas (entre otras cosas) al no habilitarse nuevos espacios para dar cabida al creciente número de estudiantes, las universidades se multiplicaron a lo largo y ancho de la geografía hispánica. Desde los años 70 se han abierto más de una treintena de universidades públicas en todo el país (ver este anexo de la Wikipedia), lo que evidencia el esfuerzo realizado hasta la fecha en ese sentido. Bueno, quizá haya algo de postureo en todo esto, eso de que no puede haber ninguna provincia sin su universidad respectiva, pero bien llevada a cabo esta política amplía el acceso a una formación superior y no tiene nada de malo. Luego, claro está, vinieron el tan traído y llevado Plan Bolonia y la irrupción de las universidades privadas en el panorama nacional (las más antiguas son las de Deusto - Bilbao - y la Pontificia Comillas - Madrid -, fundadas en 1886 y 1890 respectivamente, ambas por supuesto católicas, como lo son la mayoría de las universidades privadas españolas). Son muchos los aspectos que se han criticado acerca del plan integral europeo para los estudios superiores, que en España empezó a implementarse a partir de 2005, pero aquí destacaré únicamente dos. La primera crítica partió incluso desde ciertos colectivos profesionales, como médicos y arquitectos, que entendían que la equiparación de todas las titulaciones a estudios de grado (con una duración máxima de cuatro años) degradaba el nivel de sus estudios a la categoría de diplomaturas, lo que implicaba comprimir planes de estudios de cinco años en uno menos con la previsible pérdida de calidad de docencia. La segunda crítica ha tenido mucha mayor repercusión y es la que, probablemente, ha centrado buena parte de las movilizaciones contra el Plan Bolonia, la acusación de que con el mismo se está mercantilizando la enseñanza universitaria. La idea es adaptar la formación a las exigencias del Mercado, para así formar a jóvenes que estén mucho mejor preparados para integrarse en el mundo laboral, entiéndase la empresa privada. Todo y que tampoco está mal este enfoque tiene una vertiente perversa, supedita lo público sobre lo privado y condena al ostracismo a ciertos estudios que se considera que tienen escasas salidas laborales (entiéndase una vez más en el ámbito de la empresa privada). Esto que empresarios y lobbies empresariales dicten las políticas en materia de educación superior puede terminar generando un sesgo dañino tanto en la formación como en los programas de investigación, pues aquello que no reporte beneficio económico inmediato quedará relegado a la insignificancia. Y esta forma de priorizar termina extendiéndose al propio ámbito de las enseñanzas que se imparten, buscando como uno de los objetivos primordiales los ingresos que reportan las matrículas.
Aquí es donde se juntan los problemas antiguos con los nuevos, el clientelismo con la mercantilización. Y aquí es precisamente donde se cuecen casos como los de Cifuentes y Casado que, entre otras cosas, evidencian al parecer que para obtener títulos de máster en determinadas universidades basta con pagar y ya está, sin que luego haya mayores exigencias. En este mundillo subterráneo de conseguidores e intercambio de favores, unos obtenían títulos que luego quedaban muy bien colgados en sus despachos, para así demostrar lo muy preparados que están, mientras que otros lograban las consabidas prebendas y subvenciones. Así todos contentos. Bueno, mientras nadie se enterara. Parte de la indignación general al respecto nace del hecho de la hipocresía que hay en todo esto, pues son los defensores a ultranza del neoliberalismo y sus valores, como la tan manoseada "cultura del esfuerzo", los primeros en pasarse por el arco del triunfo eso mismo que tanto proclaman. Andar limitado de recursos y realizar esfuerzos inmensos, tanto económicos como de trabajo y estudio, para así obtener el tan deseado y demandado título de máster, y ver luego cómo a un grupúsculo de privilegiados acaparadores de cargos políticos se les entrega ese mismo título u otros (previo desembolso, eso que no falte) pero sin asistir a clases o haber realizado esfuerzo alguno. Desde luego sienta especialmente mal, casi como si te escupieran o te dieran una bofetada en la cara.
Los presentes gráficos muestran la involución de la inversión en I+D en España durante el periodo 2009-2016. Como en tantas otras cosas quedamos bien lejos de nuestros vecinos europeos. Así vemos cómo, a pesar de la crisis económica, países históricamente punteros en investigación (como Reino Unido y Alemania) han continuado incrementando notablemente las inversiones tanto públicas como privadas en ese sector estratégico. En Francia el empuje ha venido sobre todo de la inversión privada, mientras que Italia, a pesar de las dificultades, ha incrementado levemente su inversión general. El panorama es totalmente distinto en España, pues vemos que la inversión en I+D (muy especialmente la pública de que se benefician las universidades) ha decrecido de manera muy apreciable (Fuente: El País).
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Si ya nos vamos al ámbito de la universidad privada española el panorama no hace si no empeorar. Es por todos sabido que la máxima de cualquier empresa es ganar dinero, cuanto más mejor, y las universidades privadas no son ni mucho menos ajenas a este principio. Si a esto le unimos el hecho de que muchas de ellas, como ya se ha dicho, están vinculadas a la Iglesia Católica, institución reaccionaria y opaca donde las haya, la comunión entre clientelismo y mercantilización se hace más evidente. Es en este ámbito donde surgieron las sospechas en relación a la tesis del actual presidente de gobierno, Pedro Sánchez, pues se doctoró en una universidad privada, la Camilo José Cela (con sede en Villanueva de la Cañada, Madrid). En todo este asunto llama la atención ver cómo los medios de la derecha más mamporrera y sensacionalista se hicieron eco de un hecho ya denunciado en 2015 por un medio progresista, el diario La Marea, pero tergiversándolo a conveniencia para usarlo como torpedo que pretendía alcanzar la línea de flotación del actual Gobierno. Quién quiera puede consultar el artículo original (ver Pedro Sánchez: la construcción de un candidato a través de su tesis doctoral), pero resumiendo denuncia tres hechos fundamentales. El primero en relación a las anomalías de la ya famosa tesis, que ya sabemos que no es un plagio, pero que no se encontraba a libre disposición de quien quisiera consultarla (hasta que no ha habido más remedio que hacerlo), fue examinada y calificada por un tribunal de dudosa imparcialidad y con un nivel académico igualmente discutible y, para terminar de rematarlo, como trabajo doctoral es de una calidad ciertamente mediocre (por mucho que Sánchez se doctorara cum laude). El segundo de los hechos versa en torno al libro que, al menos en teoría, escribió el actual presidente para terminar de desarrollar su tesis, titulado La nueva diplomacia económica española. Tal y como explica más detalladamente el citado artículo, se trata de una obra grupal en la que Sánchez ha intervenido junto a otros autores (realmente figura como "director" y no es posible saber exactamente qué parte es suya y qué de los demás), carente de originalidad alguna (siendo más bien un refrito) y que no desarrolla más contenidos que la propia tesis. Por último se centra en la producción académica del presidente, realmente pobre para alguien con un currículum aparentemente tan excelso.
En resumen, lo que nos muestra un caso como el de Pedro Sánchez es que la progresiva privatización de la universidad española impulsada tras el Proceso de Bolonia no ha redundado en una mayor calidad de la institución, si no más bien en todo lo contrario. Menores exigencias en cuanto a la formación y currículum de los docentes, creciente intrusión de la Iglesia en el espacio de la formación superior, opacidad, tratos de favor, prácticas corruptas y, por supuesto, imposición de la filosofía mercantilista, que usa sobre todo el cebo de los estudios de posgrado como fuente de ingresos sin que importen tanto la calidad o el rigor. Nada que ver por ejemplo con el modelo de universidad privada de prestigio que se impone en Estados Unidos, como instituciones punteras como Harvard, Princeton, Yale o Columbia. Esto se refleja en los ránquines, como el conocido QS, donde para encontrar a la primera universidad española, la Autónoma de Madrid (UAM), tenemos que irnos al puesto 159 (ver esta noticia de educaweb), seguida de las de Barcelona y la Autónoma de Barcelona (puestos 166 y 193 respectivamente). Otro apunte, Harvard ocupa la muy meritoria tercera posición mundial en este ranquin, pero la universidad privada española mejor situada es la de Navarra en el puesto 242. Del resto ni sabemos dónde se encuentran. No es de extrañar dada la diferencia de políticas y modelos educativos.
Y esta reducción de calidad en el modelo universitario se vislumbra en otros aspectos que a menudo pasan desapercibidos. Un ejemplo de ello puede verse en la siguiente gráfica (extraída de la Wikipedia), que refleja el porcentaje de aprobados en las pruebas de acceso a la universidad (PAU) desde 1986 en adelante. Observando la gráfica se observa una llamativa tendencia, pues la tasa de superación de las pruebas ha ido en imparable progresión. En los años 80 dicho porcentaje estaba a menudo por debajo del 75%, pero ya hacia 2010 había escalado alrededor de diez puntos. Los datos que reflejan las últimas PAU del pasado mes de junio elevaban la tasa de aprobados por encima del 96% ¿Qué reflejan estos datos? ¿Acaso la calidad del sistema de enseñanza obligatoria y de bachillerato ha aumentado tanto que ahora aprueba mucha más gente? ¿O tal vez se ha reducido el nivel de exigencia para abrir las puertas de par en par a todo aquel que abone el importe de la correspondiente matrícula? Si se impone la visión de la educación superior como un negocio, los estudiantes bien pueden desempeñar el papel de clientes/consumidores. Y claro está, si un cliente ha pagado por un determinado servicio debe quedar satisfecho. En el caso que nos ocupa esta filosofía mercantilista podría terminar convirtiendo la universidades españolas en simples fábricas de titulados, una apuesta por la cantidad y no por la calidad para seguir percibiendo ingresos. Se mire por donde se mire ese no es el camino que lleva a una mejora social. Otro tanto para la inversión en I+D, que como se refleja más arriba continúa siendo cercenada, por mucho que las universidades dependan de ella para continuar con sus proyectos de investigación. Porque al final todo se reduce al modelo de país en el que queremos vivir. Por un lado tenemos aquellas naciones que son polo de atracción tanto de investigadores como de profesionales excelentes, dotadas al respecto de instituciones de reconocido prestigio internacional, y por otro aquellos países que expulsan a sus mejores promesas para que terminen culminando sus carreras investigadoras en las citadas instituciones. Unas son naciones punteras, grandes potencias incluso en uno o varios aspectos, los otros... bueno, ya se puede imaginar ¿A qué grupo pertenece España?
Kwisatz Haderach
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