La democracia directa y participativa, aunque no exenta de problemas, aumenta la afección del ciudadano hacia la política y bloquea con mayor eficacia la corrupción de las instituciones.
De lo último sobran ejemplos y, desde la Política de Aristóteles allá por el siglo IV a.C., la vulnerabilidad de la democracia representativa ante la corrupción ha sido un lugar común de la ciencia política. Sin embargo, su alternativa, la democracia directa, recibe airadas críticas en cuanto surge en el debate, toda vez que apenas se ha aplicado y que existen algunos casos que han despertado bastante admiración, como el ensayo de la ciudad brasileña de Porto Alegre durante el mandato del presidente Lula da Silva.
Suiza y California son también lugares de referencia cuando se habla de democracia directa. En ellos los ciudadanos pueden marcar en buena parte la política del ejecutivo a través de referendos e iniciativas populares vinculantes (1) (2). Entre los efectos positivos de este modelo destaca el sentimiento de adhesión del ciudadano a la política. En Suiza, por ejemplo, los ciudadanos consideran el Estado como algo propio y se implican en la gestión política. No en vano las listas abiertas permiten expulsar a políticos corruptos y los votantes pueden boquear mediante referéndum cualquier ley municipal, autonómica o estatal aprobada por sus representantes. Esta combinación de democracia participativa y representativa incentiva además los pactos de estado entre partidos opuestos y las decisiones centradas en el interés general, puesto que los políticos saben que sus medidas pueden ser paralizadas por la ciudadanía si se alejan un ápice de sus intereses.
Evidentemente todo no son bondades. La expresión de la voluntad del pueblo puede ir en contra de ciertos derechos fundamentales. Por ejemplo, en 2009, los suizos prohibieron por referéndum la construcción de minaretes en las mezquitas de nueva planta y aprobaron la expulsion automática de extranjeros condenados por delitos graves. En consecuencia, algunos grupos políticos, como Los Verdes, han propuesto restringir el alcance de la democracia directa, argumentando que los derechos humanos no deben ser sometidos a consulta popular.
Las democracias participativas comparten con las representativas algunos problemas inherentes a la democracia misma. Por un lado, los organismos con capacidad para aglutinar individuos, como agrupaciones empresariales, partidos, sindicatos o religiones tienen una capacidad mayor de reunir firmas y aplicar una disciplina de voto que permita tener una influencia mayor sobre el resultado de los referendos. Por otro, esta propuesta tampoco ha logrado bloquear hasta ahora la impronta de los intereses privados en las legislaciones, aunque su efectividad para minimizar el efecto de estas intrusiones es significativamente mayor que en el modelo representativo, muy susceptible de sucumbir a la corrupción.
En California se implantó a principios de siglo para combatir a grandes empresas que compraban voluntades de políticos, jueces y periodistas. Sin embargo, el modelo participativo no se ha implementado de manera que permita bloquear estas injerencias, dando incluso pie a la aparición de un mercado de referendos, con compañías que reciben ingresos de las grandes empresas por las firmas que consiguen de los votantes y campañas publicitarias extenuantes financiadas por los grupos de presión. En este sistema, como en cualquier otro, si no se implementan las debidas restricciones, el ciudadano también es susceptible de manipulación.
El ideario que subyace al modelo representativo presenta al ciudadano como un individuo que no ha alcanzado la mayoría de edad, alguien que necesita delegar los asuntos públicos en manos expertas. De hecho, en las últimas décadas, y más profundamente con la crisis, se ha producido un viraje agudo en las democracias occidentales hacia la tecnocracia. De fondo encontramos una presentación paternalista del poder, que en no pocos casos funciona como estrategia de marquéting para justificar la gestión por terceros de los asuntos de los ciudadanos.
Es cierto que la gestión pública requiere conocimiento técnicos, pero en última instancia, las decisiones acerca de los objetivos o fines que marcarán el norte del rumbo político son en buena parte cuestiones de valor moral o interés popular, para las cuales una voluntad pública formada basta para decidir. Una vez expresada ésta, la cuestión técnica de qué medios servirán con mayor precisión para la consecución de dichos fines puede ser delegada en expertos, aunque eso sí, convenientemente supervisados para que sus propuestas no se alejen del espíritu de los fines decididos por la voluntad ciudadana.
Pero lo cierto es que el modelo participativo aventaja al representativo en un aspecto crucial: la capacidad para salvaguardar el sistema de la corrupción derivada de la hegemonía de los intereses privados en contra de la voluntad general. El último informe de Transparencia Internacional (3) pone de manifiesto un déficit de transparencia en la toma de decisiones y en la financiación de los partidos políticos europeos. 19 de los 25 países entrevistados carecen de regulación en materia de lobbies y tan sólo 10 prohiben las donaciones políticas anónimas. Los lobbies o grupos de presión están formados por profesionales que representan intereses privados de grandes corporaciones. Su cometido consiste en influir en los grupos políticos para que las legislaciones aprobadas por éstos sean favorables a los intereses de las empresas representadas (4). El volumen del fenómeno lobby en Europa alcanza cotas significativas de suerte que es considerado por algunos toda una industria de la influencia privada en la política. Según datos oficiales de la Unión Europea (5), en Bruselas, sede del parlamento europeo, hay 5120 organizaciones que emplean a más de 30.000 personas, y aunque la opacidad inherente al fenómeno dificulta el acceso a datos objetivos, se calcula que cada año se mueven en la capital europea unos 1000 millones de euros en el mercado de la influencia privada sobre las decisiones políticas (6).
El modelo representativo permite a los lobbies una fácil intrusión que prima facie resulta más costosa en un modelo participativo que dispersa los centros de decisión. ¿Cómo iban los fondos de inversión interesados en la privatización de la sanidad y las pensiones conseguir leyes a medida si esta decisión dependiera directamente de los usuarios afectados por ella? La democracia participativa, aunque no exenta de dificultades, asegura mejor que la representativa el equilibrio de los poderes públicos y la representación efectiva del interés general por encima del privado. La concentración del poder tiene, por lo visto, el efecto inverso y tiende a hacer de los representantes meros asalariados de los poderes fácticos, políticos cortoplacistas interesados principalmente en enriquecerse antes de que la ciudadanía decepcionada les retire su apoyo electoral.
La actual crisis ha despertado, al menos en parte, una conciencia social que desgraciadamente llevaba mucho tiempo dormida, narcotizada por los vapores de la sociedad de consumo. Al mismo tiempo, la formación de la población europea es superior a la de las generaciones precedentes, como probó el ejercicio de diálogo democrático contemplado en las plazas españolas durante el brote del 15M, dignificado por visitas como la del Nobel de economía Joseph Stiglitz (7) y otros intelectuales de reconocido prestigio. En cierto modo, el ataque neoliberal al estado del bienestar abre la puerta a una coalición ciudadana por los derechos sociales, más allá de la obsoleta oposición izquierda-derecha, vista ahora como una forma de dividir a los que deben trabajar para sobrevivir.
Bajo este clima es viable, y de hecho ya está en el aire, un giro hacia una reivindicación de mayor participación ciudadana en las decisiones políticas, al menos en las de calado e influencia para el bienestar económico de una población cada vez más empobrecida. ¿Por qué los que han gestionado tan ineficazmente el dinero público de este país siguen en los centros de decisión? ¿Por qué no avanzar hacia un modelo que ponga directamente en manos de la ciudadanía la decisión sobre cuestiones públicas fundamentales como la educación, la sanidad o las pensiones entre otras?
El referéndum, las listas abiertas, las iniciativas populares vinculantes deberían tener espacio en las democracias del futuro. La costumbre de hacer del noble arte de la política un ejercicio de falsedad obscena, de servilismo ante el poderoso o incluso de traición a la ciudadanía debería desaparecer de nuestra cultura, por el bien de todos.
Ramón Firmin
Notas
(1) Democracia directa, sí...pero con cuidado. El País.
(2) Salvados. Política Suiza. La Sexta.
(3) Money, politics, power: corruption risks in Europe. Transparency International.
(4) El lobby feroz. Salvados. La Sexta.
(5) Registro de Transparencia de la UE
(6) ¿Qué son los "lobbies" y qué poder tienen en España? ABC.
(7) Stiglitz también se indigna. El País.
http://redanticapital.blogspot.com
ResponderEliminarLos 'lobbies' lo tendrán mucho más fácil y le saldrá más barato, imponer sus intereses sobre meros individuos que participan directamente y de forma aislada en la toma de decisiones; que si se hace de forma agrupada en organizaciones formadas por la ciudadanía. El modelo de democracia directa que defiende este artículo facilita el trabajo de los 'lobbies', ya que individuos aislados son mucho más débiles que organizaciones