A menudo tendemos a pensar que vivimos en un mundo extremadamente violento, donde las guerras, el crimen y otras formas de violencia causan estragos ¿Pero es la época actual tan violenta como imaginamos o todo tiempo pasado fue mucho peor?
“Esta juventud está malograda hasta el fondo del corazón. Los jóvenes son malhechores y ociosos. Ellos jamás serán como la juventud de antes. La juventud de hoy no será capaz de mantener nuestra cultura.”
“Nuestro mundo llegó a su punto crítico. Los hijos ya no escuchan a sus padres. El fin del mundo no puede estar muy lejos.”
La frases que se reproducen justo arriba bien podrían ser obra de cualquier anciano o persona de mediana edad de hoy día, en referencia a los jovenzuelos de ahora, más conocidos como milennials o Generación Z (aquellos que se hicieron adultos después del año 2000) o, más genéricamente, refiriéndose a la confusa y agitada situación que vivimos en estos tiempos. Entroncan muy bien con esa otra expresión de "el mundo se va a la mierda" que, a buen seguro, hemos escuchado también un montón de veces. Es un reflejo del sentir general, de lo que vemos a través de la televisión e Internet, o simplemente de las noticias que nos llegan. Asesinatos, guerras, crisis económica, desastres de todo tipo y, en medio de todo ello, unas nuevas generaciones indolentes, irrespetuosas e inmaduras que no serán capaces de tomar las riendas de un mundo desbocado.
Pero no, para nuestra sorpresa las citadas frases tienen un origen antiquísimo y proceden más o menos de la misma región y época. La primera de ellas fue encontrada grabada en la superficie de un vaso de arcilla de unos 4.000 años de antigüedad, descubierto en unas excavaciones arqueológicas efectuadas en las ruinas de la antigua Babilonia (actual Irak); la segunda se atribuye a un sacerdote que debió de haber vivido en el Próximo Oriente también hace unos cuatro milenios ¿Qué diablos pasa? Por lo que parece llevamos miles de años quejándonos de lo mismo. Que si los jóvenes de ahora no tienen remedio, que si ya no existe el respeto, que si estas cosas no pasaban antes, que si todo se irá pronto al carajo, que si la sociedad en la que vivimos está enferma y degenera a marchas forzadas, que si al final terminaremos matándonos a palos unos a otros... Cualquier tiempo pasado fue mejor, es una frase hecha que también hemos oído todos. Evoca esa paz y prosperidad perdidas, esa época de felicidad que se esfumó, dando paso a un periodo de incertidumbre, dificultades y conflicto. Lo vemos en la actualidad, cuando encendemos el televisor o abrimos las páginas de un diario y todo parecen ser malas noticias. Si ahora estamos así, el futuro que nos espera es para echarse a temblar.
¿Tan malo es el presente que vivimos en comparación con el pasado, cuanto menos, inmediato? Hace ya un tiempo el conocido bloguero Antonio Cantó, alias "Yuri", publicaba es su espacio web así llamado "La pizarra de Yuri" un didáctico artículo titulado de manera contundente El pasado era una mierda, donde nos ofrecía unas pinceladas acerca de cómo era la vida hace cien, doscientos, trescientos... años. Vidas breves y generalmente miserables, tasas de mortalidad infantil apabullantes (¡de hasta el 40% en algunos momentos históricos!), hambrunas, enfermedades de todo tipo, superstición, ignorancia, opresión generalizada y violencia cotidiana. La muerte siempre acechaba a la vuelta de la esquina. A modo de ironía me viene a la memoria la letra de la canción Crecí en los 80, de la banda de rock El Reno Renardo, conocida por sus temas cachondos y gamberros. Sí, aquellos que vivimos nuestra infancia en esa década, sobrevivimos a parques infantiles de suelos de gravilla y columpios oxidados con aristas afiladas, además de a los viajes que hacíamos en los coches de nuestros padres, sin aire acondicionado, sillitas para niños o airbags, amén de que por aquel entonces nadie se ponía el condenado cinturón de seguridad. Y que no se nos olvide, eso de ponerse el casco para subir en moto o ir en bici era una entelequia ¿Sobrevivimos? Bueno, no todos. Las estadísticas muestran que las tasas de mortalidad entre menores de 15 años eran muy superiores a las actuales hace tan solo 30 o 40 años (me remito de nuevo a nuestro amigo Yuri y a otra de sus entradas al respecto El pasado siguie siendo una mierda).
Pero centrémonos en un aspecto específico, el de la violencia, ya sea la relacionada con las guerras o con las distintas formas de crimen y delincuencia. A juzgar por lo que vemos cuando encendemos el televisor se podría decir que vivimos en un mundo increíblemente violento, que las cosas van de mal en peor y que no podemos esperar nada bueno del futuro. Pensemos por ejemplo en la Historia del último siglo, con sus guerras mundiales y conflictos coloniales o civiles, sus monstruosos genocidios, sus sangrientas revoluciones, sus terribles dictaduras y, por supuesto, todas las demás formas de violencia conocidas (narcotráfico y crimen organizado, asesinatos, secuestros, violaciones...). Da la impresión que, a lo largo de los últimos cien años, no hemos hecho otra cosa más que matarnos los unos a los otros de un millón de maneras distintas. De entrada los datos así parecen corroborarlo, ya que se estima que los conflictos armados, ya fueran grandes o pequeños, se llevaron por delante la vida de más de 200 millones de personas a lo largo del pasado siglo XX (según un estudio realizado por Milton Leintenberg, del Centro de Estudios de Relaciones Internacionales y Seguridad de la Universidad de Maryland). Qué salvajada, ¿verdad? Visto así no cabe la menor duda que sí, pero prestemos atención a las conclusiones de un estudio realizado por el antropólogo Lawrence Keeley en 1996 y que se resumen en la siguiente tabla.
Los resultados son de una claridad meridiana. En las sociedades tribales, o sin Estado, tanto si estamos hablando de las que son agrícolas como de las compuestas por cazadores-recolectores, los índices de violencia son extraordinariamente elevados si los comparamos con los existentes en las sociedades con Estado. No hay que fijarse en el balance total de muertes violentas durante un periodo determinado, sino en el porcentaje que éstas representan con respecto al conjunto de la población. Volviendo sobre el infame siglo XX vemos cómo, a pesar de todo, la violencia relacionada con las guerras representó menos del 3% de las causas de muerte. Es una cifra que se nos antoja casi irrisoria al compararla con la violencia en determinadas sociedades tribales, que oscila entre el 16% del total de muertes entre los Dugum Dani de Papúa, hasta más del 30% entre los jíbaros de Sudamérica. De hecho en algunas de estas sociedades la violencia es la principal causa de muerte entre los hombres adultos, por encima de las enfermedades o los accidentes. Son unos datos que pueden resultar chocantes, pero nacen de estudios antropológicos contrastados realizados a lo largo de varias décadas. De ellos también extraemos otra interesante conclusión, en todos los casos la violencia es mucho más común entre los hombres que entre las mujeres, lo cual se exacerba incluso más en aquellas sociedades que se muestran más ferozmente patriarcales.
Es aquí donde vemos el papel del Estado como moderador de la violencia, una de las posibles causas de que dicha superestructura terminara asentándose en la mayor parte de las sociedades. Al existir una autoridad por encima de las comunidades locales, ésta controlaba en cierta medida la vida de las mismas, interviniendo si por algún motivo el clima de violencia se descontrolaba más de la cuenta. Inicialmente lo hacía meramente por una cuestión práctica, no por razones humanitarias, ya que un excesivo desorden resultaba contraproducente para los intereses del Estado, o mejor dicho de sus gobernantes. Demasiada violencia podía terminar destronando a un soberano, pero en menor medida también suponía graneros vacíos, menos tributos, descrédito y un esfuerzo extra para intentar atajarla. De manera que, desde los tiempos de las primeras ciudades-estado, una de las prioridades consistió en mantener a raya a la población para que no se desbocara más de lo debido. Los códigos legales y todos los sistemas de coerción y control propios del Estado (castigos físicos, trabajos forzados, ejecuciones, deportaciones...) se idearon precisamente para eso. Estos métodos podían ser arbitrarios y en extremo crueles en muchos casos, bien lo sabemos, pero en cómputos generales resultaron efectivos. A la larga la violencia de las sociedades con Estado se redujo en comparación con la existente en las sociedades sin Estado, ya que en estas últimas seguía sin existir una superestructura que la frenara cuando se extendía por el motivo que fuera.
Pero como sabemos esto tuvo una importantísima excepción, la guerra. Nada parece indicar que la llegada de las sociedades con Estado hiciera disminuir el número de conflictos armados, ya que a lo largo de los siglos reinos, imperios y repúblicas se han estado enzarzando en sangrientas contiendas casi de manera permanente. En la actualidad escuchamos habitualmente eso de que la guerra es uno de los mayores negocios del planeta, ya que la industria armamentística mueve miles e millones de euros anualmente. En realidad siempre lo ha sido, si bien en el pasado lo fue de una forma diferente. Hacer la guerra contra tus vecinos, u otros pueblos lejanos, era una de las pocas formas que había de expandir la economía antes del surgimiento del capitalismo tal y como lo conocemos. Las razones eran bien sencillas, ya que al expandir tus fronteras mediante la conquista te apoderabas también de los recursos de los territorios anexionados, podías esclavizar a los vencidos para emplearlos como fuerza de trabajo a un coste realmente muy bajo y exigir tributos a aquellos otros que permanecieran en las tierras sometidas. Esa fue la forma de proceder durante milenios. Por ejemplo era la lógica que se encontraba detrás de la expansión de Roma y la que, unos quince siglos después, guiaría los pasos de la conquista europea del Nuevo Mundo. Sí, también estaba el comercio, pero se combinaba con la guerra como forma de enriquecimiento.
Esto bien podría explicar el estado de belicosidad entre reinos y naciones que imperaba en el pasado. "Las mujeres mueren en el parto, los hombres en la guerra", le decía mi abuela a mi madre ¿Sigue vigente esta frase hoy día? Los conflictos por recursos aún parecen estar bastante en boga actualmente como reminiscencia de "esa vieja forma de hacer la guerra" pero, ¿causan más muertes ahora que antes? Una vez más es mejor remitirse a la siguiente gráfica, que resulta bastante elocuente y que muestra las muertes producidas en conflictos armados en todo el mundo desde el año 1400.
Lo que se muestra es el resultado de un estudio realizado por Max Roser, investigador de la Universidad de Oxford, y cuyas conclusiones pueden consultarse más detalladamente en ourworldindata.org. La gráfica relaciona el número de víctimas de los principales conflictos acaecidos en los últimos 600 años con su impacto proporcional entre el conjunto de la población mundial de cada época (ratio de muertes violentas por cada 100.000 habitantes). Así analizados, los datos muestran resultados interesantes. Las guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX aparecen claramente destacadas en la parte final como los conflictos extremadamente sangrientos que fueron, pero las terribles guerras de religión que asolaron Europa (como la de los 30 años) durante el siglo XVII se encuentran al mismo nivel, mientras que las guerras napoleónicas de principios del XIX tampoco andan lejos. La gráfica también muestra lo que sucede a partir de 1950 ya que, a pesar de todas las guerras que han tenido lugar y que bien conocemos (Corea, Vietnam, Afganistán, Ruanda, Irak...), el ratio de muertes en conflicto no ha dejado de disminuir. Cierto es que no ha transcurrido un periodo de tiempo lo suficientemente prolongado y quizá sólo esté mostrando una tendencia temporal, pero en vista de los picos y valles precedentes se trata de una tendencia descendente claramente definida que ya se prolonga durante más de medio siglo. La conclusión es clara, en comparación con el terrorífico periodo que va aproximadamente desde 1550 a 1950, ahora nos matamos en las guerras bastante menos que antes.
¿A qué se debe esta circunstancia? Expertos en la materia como Steven Pinker, además del propio Roser, aducen que los costes políticos, económicos y humanos de las guerras actuales son muy superiores, tornándose incluso excesivos, en comparación con los conflictos del pasado. Es por eso que las guerras abiertas y directas entre naciones, y muy especialmente entre potencias que se disputan la supremacía o el control de un determinado territorio, se han vuelto mucho más raras hoy en día. Esto se puede entender fácilmente realizando la siguiente comparación. Dos ejércitos enemigos se enfrentan en un campo de batalla blandiendo espadas, hachas, arcos y flechas o, a lo sumo, empleando arcabuces o artillería de alcance limitado que dispara piezas no explosivas mediante el uso de pólvora negra. El resultado será sangriento, sin duda, pero ahora pensemos en el devastador poder de las armas modernas desatado en toda su extensión. Carros blindados, helicópteros de combate, drones, bombarderos y cazabombarderos, portaviones, submarinos nucleares, misiles crucero y, por supuesto, misiles balísticos intercontinentales dotados de una cabeza con múltiples ojivas nucleares ¿Qué sucedería si dos ejércitos así equipados se enfrentaran en una lucha sin concesiones? Difícilmente nadie en su sano juicio querría comprobarlo si existen otras salidas.
En la era nuclear la amenaza de la destrucción mutua asegurada sencillamente pesa demasiado a la hora de entrar en conflicto directo con otra potencia que disponga en sus arsenales de armas de destrucción masiva capaces de arrasar ciudades enteras. En una entrada anterior en este blog ya se analizó lo extremadamente difícil que sería, incluso para los países más poderosos del planeta, defenderse de un ataque nuclear de contravalor lanzado como represalia a una agresión previa (ver ¿A salvo de una represalia nuclear?). Esa es, seguramente, una de las principales razones por las cuales las principales potencias contemporáneas no se han enzarzado en ninguna contienda directa desde 1945. El coste de un enfrentamiento así podría llegar a ser tan desorbitado y dañino a escala global que cualquier otra solución es preferible antes que eso. En nuestra época lo habitual es que las potencias se enfrenten por la vía de las llamadas guerras subsidiarias (o guerras proxy), en las que dirimen sus diferencias a través de terceros, fuerzas interpuestas de capacidad limitada y que sólo actúan en un área concreta, en vez de hacerlo directamente. La conocida como Guerra Civil Siria, que comenzó en 2011, sería un buen ejemplo de conflicto subsidiario. A pesar de todo lo sucedido, ninguna nación vecina u otro país le declaró formalmente la guerra al régimen de Damasco ni inició invasión alguna siguiendo los parámetros tradicionales. La lucha se ha desatado entre las fuerzas gubernamentales y distintas facciones rebeldes y grupos terroristas, apoyados unos y otros por diferentes aliados y con intervención extranjera (Rusia, la OTAN, Turquía e Israel) vendida a la opinión pública como "operaciones de pacificación o lucha antiterrorista". La matanza en Siria, lo mismo que otros conflictos a lo largo y ancho del mundo, es sin duda algo terrible. No obstante estas guerras "de nueva generación" poco tienen que ver con los conflictos del pasado, cuando los imperios (o las naciones con pretensiones imperiales) se enfrentaban abiertamente a sus rivales o emprendían sangrientas campañas de conquista. Los últimos intentos de solucionar las cosas "a la vieja usanza" concluyeron en las dos grandes guerras mundiales y el mundo pudo comprobar el altísimo precio que se pagaba.
En la actualidad la diplomacia internacional, y todos los mecanismos que existen a ese nivel, limita también mucho la posibilidad de que el planeta se suma en el abismo de una gran guerra global o un conjunto de ellas a escala local pero que terminen barriendo continentes enteros. Estos mecanismos existen precisamente porque los estados siempre prefieren agotar todas las vías diplomáticas antes que entrar en guerra, dado el enorme coste que ésta puede llegar a tener hoy día. Otra cosa muy distinta es que inviertan miles de millones en armamento y este negocio sea inmensamente lucrativo para las industrias que a él se dedican; quizá no quieras una guerra, pero debes estar preparado para ella por si acaso y, muy especialmente, para que tus enemigos se lo piensen dos veces antes de atacarte. Esto último lo hemos podido ver recientemente con las tensiones entre Corea del Norte, sus vecinos y Estados Unidos. El régimen de Pyongyang está al frente de un Estado diminuto, especialmente si lo comparamos con el gigante norteamericano, pero aun así dispone de un ejército lo suficientemente preparado y equipado (amén de contar con la inestimable protección china) como para disuadir a sus enemigos de iniciar hostilidades a la ligera, algo que no hubiera sucedido hace apenas 150 años.
Y a la imposición de este clima de paz relativa también han contribuido dos elementos muy importantes de nuestro mundo moderno, la democracia y el actual modelo económico. Las democracias son el sistema de gobierno más extendido hoy día y en ellas las decisiones trascendentales se suelen adoptar de manera consensuada, evitando así la arbitrariedad de las imposiciones de un gobernante autocrático. Hace uno o dos siglos la democracia estaba mucho menos extendida, o era prácticamente inexistente, por lo que la forma de gobierno dominante era la autocracia en sus distintas formas. Reyes, emperadores y caudillos hacían y deshacían a su antojo y muchas veces podían decidir ir a la guerra por el motivo que fuera, lo cual muchas veces implicaba que sus súbditos debían obedecer sí o sí sin tener derecho cuestionarse absolutamente nada. Entre obedecer a un gobernante arbitrario o que éste se halle sometido a un determinado control por parte de un parlamento o equipos de gobierno hay una gran diferencia. Una diferencia que bien puede suponer ir a la guerra o evitarla. Es bien conocido que la Alemania nazi llevó el conflicto hasta sus últimas consecuencias porque todo el aparato de gobierno se hallaba sometido a los delirios belicistas de Hitler y sus colaboradores más fanáticos. Por su parte la economía también ha jugado su papel pacificador, ya que el expolio de los territorios conquistados ha dejado de ser uno de los fundamentos de la expansión económica de las naciones actuales. Todo y que, por desgracia, dicho expolio todavía se produce hoy día, dentro de un sistema capitalista existen también otras fórmulas para generar crecimiento económico, como son las inversiones, las exportaciones, la innovación tecnológica, el consumo de masas, etc. De esta manera una nación ya no necesita apropiarse de los recursos de otra por la fuerza como vía rápida para enriquecerse y el comercio y las finanzas se han convertido en el mecanismo preponderante del desarrollo. Tal y como explica el historiador israelí Yuval Noah Harari, en el pasado preindustrial y precapitalista el pastel de la economía global no crecía, así que para tomar una porción mayor del mismo no quedaba otro remedio que arrebatársela a otros. En la actualidad vivimos en un mundo en el que dicho pastel económico crece y crece, de manera tal que no necesariamente tenemos que quitarle porciones a otros para tomar más. Y esto, consecuentemente, es otro factor que reduce el riesgo de conflictos.
Con todo la guerra no ha desaparecido de nuestro mundo y es bastante probable que nunca lo haga, si bien parece que la tendencia es que se vuelva algo menos corriente. No obstante en aquellas sociedades que no viven inmersas en ninguna clase de conflicto armado, que por fortuna son mayoría, el grado de violencia por otros motivos ha continuado disminuyendo de forma invariable. Hoy por hoy estamos mucho menos acostumbrados a formas de violencia que resultaban cotidianas para las gentes del pasado. Sin ir más lejos recuerdo cómo mi padre me ha relatado en numerosas ocasiones cuál era uno de los "pasatiempos" favoritos de él y sus amigos cuando eran niños, allá por la década de los años 40 y 50 del pasado siglo y en su pueblo natal, que no era otro que liarse a pedradas con los críos que vivían en la calle de al lado. El resultado de semejantes batallas infantiles lo podemos imaginar, más de uno terminaba con la cabeza abierta, pero sobrevivían para seguir apedreándose otro día ¿Alguien puede imaginarse a sus hijos pequeños haciendo algo así hoy en día, viviendo como vivimos en un entorno que tiende a sobre protegerlos en exceso? Y lo mismo con otras formas de agresión socialmente muy extendidas. Lo que ahora conocemos como violencia de género y también contra los menores no era una lacra que debía combatirse, formaba parte de la cotidianidad de la vida de las mujeres y los niños, algo perfectamente natural puesto que en muchas sociedades unas y otros eran considerados simple y llanamente como una propiedad, no como individuos. Bien es sabido que si algo te pertenece puedes hacer con ello lo que te dé la gana. Y otros muchos eran igualmente víctimas de la violencia cotidiana, esa que se consideraba con normalidad que formaba parte de la vida. Enfermos mentales, disminuidos psíquicos, personas con taras físicas o enfermedades contagiosas, homosexuales y, por supuesto, minorías étnicas o religiosas. Ninguno de ellos podía esperar amabilidad alguna por parte del resto de la sociedad.
Ya se ha señalado que, con la aparición de las sociedades con Estado, el grado de violencia disminuyó. Pero aun así continuó siendo elevado si lo comparamos con la actualidad. Dos ejemplos muy claros. Según indican las fuentes de la época en la Inglaterra medieval la tasa de homicidios llegó a ser hasta 20 veces más elevada que en la actualidad y en la ciudad de Amsterdam, allá por los siglos XV y XVI, se producían cerca de medio centenar de asesinatos por cada 100.000 habitantes. Nos pongamos como nos pongamos hoy día dicha tasa es mucho más baja en casi todas partes. Poniendo como ejemplo la Europa contemporánea, vemos cómo la tasa media de homicidio intencional se situaba en 2012 en unos 3,5 asesinatos por cada 100.000 habitantes. En comparación, en el que podríamos considerar el continente más violento hoy día, África, se produjeron de media unos 17 asesinatos por cada 100.000 habitantes, quedando todavía lejos de la cifra de Amsterdam a comienzos de la Edad Moderna, que en la actualidad sólo superan países como Honduras y Venezuela (considerados de los más extremadamente violentos del mundo). De hecho la tasa media global se situó en 2012 en unos 7 homicidios intencionales por cada 100.000 habitantes, lo que da una idea de lo poco violento que, por regla general, es nuestro mundo al compararlo con el del pasado (ver este anexo en Wikipedia).
¿A qué se puede deber esto? Muy probablemente al enorme desarrollo que experimentó el Estado, y todas sus estructuras, durante la era industrial. Antes de dicha era vivíamos en un mundo eminentemente agrario, en el que entre el 80% y 90% de la población se dedicaba exclusivamente a cuidar de los campos y el ganado. Era ésta una actividad en su mayor parte de mera subsistencia, pues casi todo lo que producían los campesinos lo destinaban a alimentarse ellos mismos y a sus animales, dejando generalmente un exiguo excedente que debía mantener a ese 10-20% de la población que no se dedicaba a producir alimentos. Ese otro sector minoritario lo componían los artesanos, los comerciantes, el clero (en el caso del mundo europeo), la aristocracia guerrera y, por último, los cuerpos de funcionarios que trabajaban directamente para el Estado. Viendo las proporciones nos podemos hacer una idea de lo diminutos, en cuanto a número de efectivos personales, que eran los estados preindustriales. Baste como ejemplo señalar que, en la época de su máximo apogeo, las fronteras del enorme Imperio Romano estaban guardadas por apenas 300.000 legionarios. Aquel era con diferencia el ejército permanente más impresionante de la época, pero esos hombres no dedicaban todo su tiempo a las tareas castrenses, viéndose obligados también a cultivar la tierra si era preciso. En comparación el actual Ejército Español, que no es precisamente de los más grandes del mundo, dispone de alrededor de medio millón de efectivos (entre las fuerzas permanentes y las de reserva) y eso teniendo en cuenta que, hoy día, la tecnología armamentística se impone claramente a la necesidad de disponer de fuerzas armadas con un gran número de soldados.
Todo cambió, tal y como se ha dicho, con la llegada de la Revolución Industrial. Cuando hablamos de ella solemos pensar sobre todo en las fábricas y otros avances como el ferrocarril y los barcos a vapor. Pero una de las trasformaciones más trascendentales fue sin duda la industrialización del sector agropecuario, que permitió que mucha menos gente pudiera producir una cantidad muchísimo mayor de alimentos gracias a la introducción de la maquinaria agrícola, los fertilizantes, los pesticidas, la ganadería intensiva y otras innovaciones. En la actualidad tan sólo entre el 2% y el 4% de la población activa de los países desarrollados se dedica a actividades agrícolas y ganaderas, lo cual quiere decir que el resto está disponible para trabajar en otros sectores. En el tema que nos ocupa esto se traduce en algo muy claro, el Estado puede crecer desplegando una vastísima burocracia, lo cual quiere decir que es capaz de llegar allí donde antes no podía. En el pasado las comunidades locales eran la encargadas de dirimir muchas veces sus propios conflictos internos, asumiendo funciones que bien podemos considerar como policiales o incluso de administración de justicia; el Estado sólo intervenía cuando la gravedad de la situación así lo requería, pues no disponía de recursos suficientes como para ocuparse de "asuntos menores". En la actualidad eso no pasa, ya que el Estado moderno dispone de unos nutridos cuerpos y fuerzas de seguridad encargados de mantener el orden y perseguir los delitos, un sistema de justicia que sanciona o condena a infractores y delincuentes (donde todos los actos considerados ilícitos o ilegales están debidamente tipificados), un sistema de prisiones donde confinarlos (que ocupa también a su respectivo cuerpo de funcionarios), así como, entre otras cosas, un sistema de educación pública y obligatoria destinado en cierto modo a "domesticar" a la población desde bien temprano, de manera tal que se nos inculca el respeto al orden establecido, las leyes y los valores que permiten una pacífica convivencia.
Para saber más:
De animales a dioses (Sapiens): una breve historia de la Humanidad. Yuval Noah Harari (Editorial Debate - 2015).
¿Vivimos en un mundo cada vez más violento? (Blog de Jesús González Fonseca).
Esta interesante infografía muestra una estimación de algunos de los animales que, de media, causan más muertes humanas al año. Sorprende ver cómo criaturas legendarias por su supuesta ferocidad, como tiburones y grandes felinos, provocan un número meramente testimonial de víctimas (entre una decena y un centenar). Ciertos parásitos, como chinches, gusanos y moscas tsé-tsé, son ciertamente mucho más letales por las enfermedades que trasmiten y causan miles de muertes al año. Los perros domésticos, por los ataques directos y la trasmisión de la rabia, así como las serpientes venenosas (el conjunto de las especies más problemáticas), dejan un saldo anual de decenas de miles de víctimas. Muy por encima, claro está, se encuentran las muertes violentas de seres humanos a manos de otros seres humanos (por guerras, homicidios intencionados, etc.) y que ascienden de media al medio millón al año. Sin embargo incluso esta cifra se queda corta si la comparamos con las muertes provocadas anualmente por los mosquitos, los animales más mortíferos del planeta por las enfermedades que trasmiten (malaria, zika...) y que, según estimaciones, provocan entre cerca de un millón hasta unos dos millones de decesos (Fuente: micontenidovirtual.info).
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“Esta juventud está malograda hasta el fondo del corazón. Los jóvenes son malhechores y ociosos. Ellos jamás serán como la juventud de antes. La juventud de hoy no será capaz de mantener nuestra cultura.”
“Nuestro mundo llegó a su punto crítico. Los hijos ya no escuchan a sus padres. El fin del mundo no puede estar muy lejos.”
La frases que se reproducen justo arriba bien podrían ser obra de cualquier anciano o persona de mediana edad de hoy día, en referencia a los jovenzuelos de ahora, más conocidos como milennials o Generación Z (aquellos que se hicieron adultos después del año 2000) o, más genéricamente, refiriéndose a la confusa y agitada situación que vivimos en estos tiempos. Entroncan muy bien con esa otra expresión de "el mundo se va a la mierda" que, a buen seguro, hemos escuchado también un montón de veces. Es un reflejo del sentir general, de lo que vemos a través de la televisión e Internet, o simplemente de las noticias que nos llegan. Asesinatos, guerras, crisis económica, desastres de todo tipo y, en medio de todo ello, unas nuevas generaciones indolentes, irrespetuosas e inmaduras que no serán capaces de tomar las riendas de un mundo desbocado.
Pero no, para nuestra sorpresa las citadas frases tienen un origen antiquísimo y proceden más o menos de la misma región y época. La primera de ellas fue encontrada grabada en la superficie de un vaso de arcilla de unos 4.000 años de antigüedad, descubierto en unas excavaciones arqueológicas efectuadas en las ruinas de la antigua Babilonia (actual Irak); la segunda se atribuye a un sacerdote que debió de haber vivido en el Próximo Oriente también hace unos cuatro milenios ¿Qué diablos pasa? Por lo que parece llevamos miles de años quejándonos de lo mismo. Que si los jóvenes de ahora no tienen remedio, que si ya no existe el respeto, que si estas cosas no pasaban antes, que si todo se irá pronto al carajo, que si la sociedad en la que vivimos está enferma y degenera a marchas forzadas, que si al final terminaremos matándonos a palos unos a otros... Cualquier tiempo pasado fue mejor, es una frase hecha que también hemos oído todos. Evoca esa paz y prosperidad perdidas, esa época de felicidad que se esfumó, dando paso a un periodo de incertidumbre, dificultades y conflicto. Lo vemos en la actualidad, cuando encendemos el televisor o abrimos las páginas de un diario y todo parecen ser malas noticias. Si ahora estamos así, el futuro que nos espera es para echarse a temblar.
¿Tan malo es el presente que vivimos en comparación con el pasado, cuanto menos, inmediato? Hace ya un tiempo el conocido bloguero Antonio Cantó, alias "Yuri", publicaba es su espacio web así llamado "La pizarra de Yuri" un didáctico artículo titulado de manera contundente El pasado era una mierda, donde nos ofrecía unas pinceladas acerca de cómo era la vida hace cien, doscientos, trescientos... años. Vidas breves y generalmente miserables, tasas de mortalidad infantil apabullantes (¡de hasta el 40% en algunos momentos históricos!), hambrunas, enfermedades de todo tipo, superstición, ignorancia, opresión generalizada y violencia cotidiana. La muerte siempre acechaba a la vuelta de la esquina. A modo de ironía me viene a la memoria la letra de la canción Crecí en los 80, de la banda de rock El Reno Renardo, conocida por sus temas cachondos y gamberros. Sí, aquellos que vivimos nuestra infancia en esa década, sobrevivimos a parques infantiles de suelos de gravilla y columpios oxidados con aristas afiladas, además de a los viajes que hacíamos en los coches de nuestros padres, sin aire acondicionado, sillitas para niños o airbags, amén de que por aquel entonces nadie se ponía el condenado cinturón de seguridad. Y que no se nos olvide, eso de ponerse el casco para subir en moto o ir en bici era una entelequia ¿Sobrevivimos? Bueno, no todos. Las estadísticas muestran que las tasas de mortalidad entre menores de 15 años eran muy superiores a las actuales hace tan solo 30 o 40 años (me remito de nuevo a nuestro amigo Yuri y a otra de sus entradas al respecto El pasado siguie siendo una mierda).
Pero centrémonos en un aspecto específico, el de la violencia, ya sea la relacionada con las guerras o con las distintas formas de crimen y delincuencia. A juzgar por lo que vemos cuando encendemos el televisor se podría decir que vivimos en un mundo increíblemente violento, que las cosas van de mal en peor y que no podemos esperar nada bueno del futuro. Pensemos por ejemplo en la Historia del último siglo, con sus guerras mundiales y conflictos coloniales o civiles, sus monstruosos genocidios, sus sangrientas revoluciones, sus terribles dictaduras y, por supuesto, todas las demás formas de violencia conocidas (narcotráfico y crimen organizado, asesinatos, secuestros, violaciones...). Da la impresión que, a lo largo de los últimos cien años, no hemos hecho otra cosa más que matarnos los unos a los otros de un millón de maneras distintas. De entrada los datos así parecen corroborarlo, ya que se estima que los conflictos armados, ya fueran grandes o pequeños, se llevaron por delante la vida de más de 200 millones de personas a lo largo del pasado siglo XX (según un estudio realizado por Milton Leintenberg, del Centro de Estudios de Relaciones Internacionales y Seguridad de la Universidad de Maryland). Qué salvajada, ¿verdad? Visto así no cabe la menor duda que sí, pero prestemos atención a las conclusiones de un estudio realizado por el antropólogo Lawrence Keeley en 1996 y que se resumen en la siguiente tabla.
Los resultados son de una claridad meridiana. En las sociedades tribales, o sin Estado, tanto si estamos hablando de las que son agrícolas como de las compuestas por cazadores-recolectores, los índices de violencia son extraordinariamente elevados si los comparamos con los existentes en las sociedades con Estado. No hay que fijarse en el balance total de muertes violentas durante un periodo determinado, sino en el porcentaje que éstas representan con respecto al conjunto de la población. Volviendo sobre el infame siglo XX vemos cómo, a pesar de todo, la violencia relacionada con las guerras representó menos del 3% de las causas de muerte. Es una cifra que se nos antoja casi irrisoria al compararla con la violencia en determinadas sociedades tribales, que oscila entre el 16% del total de muertes entre los Dugum Dani de Papúa, hasta más del 30% entre los jíbaros de Sudamérica. De hecho en algunas de estas sociedades la violencia es la principal causa de muerte entre los hombres adultos, por encima de las enfermedades o los accidentes. Son unos datos que pueden resultar chocantes, pero nacen de estudios antropológicos contrastados realizados a lo largo de varias décadas. De ellos también extraemos otra interesante conclusión, en todos los casos la violencia es mucho más común entre los hombres que entre las mujeres, lo cual se exacerba incluso más en aquellas sociedades que se muestran más ferozmente patriarcales.
Es aquí donde vemos el papel del Estado como moderador de la violencia, una de las posibles causas de que dicha superestructura terminara asentándose en la mayor parte de las sociedades. Al existir una autoridad por encima de las comunidades locales, ésta controlaba en cierta medida la vida de las mismas, interviniendo si por algún motivo el clima de violencia se descontrolaba más de la cuenta. Inicialmente lo hacía meramente por una cuestión práctica, no por razones humanitarias, ya que un excesivo desorden resultaba contraproducente para los intereses del Estado, o mejor dicho de sus gobernantes. Demasiada violencia podía terminar destronando a un soberano, pero en menor medida también suponía graneros vacíos, menos tributos, descrédito y un esfuerzo extra para intentar atajarla. De manera que, desde los tiempos de las primeras ciudades-estado, una de las prioridades consistió en mantener a raya a la población para que no se desbocara más de lo debido. Los códigos legales y todos los sistemas de coerción y control propios del Estado (castigos físicos, trabajos forzados, ejecuciones, deportaciones...) se idearon precisamente para eso. Estos métodos podían ser arbitrarios y en extremo crueles en muchos casos, bien lo sabemos, pero en cómputos generales resultaron efectivos. A la larga la violencia de las sociedades con Estado se redujo en comparación con la existente en las sociedades sin Estado, ya que en estas últimas seguía sin existir una superestructura que la frenara cuando se extendía por el motivo que fuera.
Pero como sabemos esto tuvo una importantísima excepción, la guerra. Nada parece indicar que la llegada de las sociedades con Estado hiciera disminuir el número de conflictos armados, ya que a lo largo de los siglos reinos, imperios y repúblicas se han estado enzarzando en sangrientas contiendas casi de manera permanente. En la actualidad escuchamos habitualmente eso de que la guerra es uno de los mayores negocios del planeta, ya que la industria armamentística mueve miles e millones de euros anualmente. En realidad siempre lo ha sido, si bien en el pasado lo fue de una forma diferente. Hacer la guerra contra tus vecinos, u otros pueblos lejanos, era una de las pocas formas que había de expandir la economía antes del surgimiento del capitalismo tal y como lo conocemos. Las razones eran bien sencillas, ya que al expandir tus fronteras mediante la conquista te apoderabas también de los recursos de los territorios anexionados, podías esclavizar a los vencidos para emplearlos como fuerza de trabajo a un coste realmente muy bajo y exigir tributos a aquellos otros que permanecieran en las tierras sometidas. Esa fue la forma de proceder durante milenios. Por ejemplo era la lógica que se encontraba detrás de la expansión de Roma y la que, unos quince siglos después, guiaría los pasos de la conquista europea del Nuevo Mundo. Sí, también estaba el comercio, pero se combinaba con la guerra como forma de enriquecimiento.
Esto bien podría explicar el estado de belicosidad entre reinos y naciones que imperaba en el pasado. "Las mujeres mueren en el parto, los hombres en la guerra", le decía mi abuela a mi madre ¿Sigue vigente esta frase hoy día? Los conflictos por recursos aún parecen estar bastante en boga actualmente como reminiscencia de "esa vieja forma de hacer la guerra" pero, ¿causan más muertes ahora que antes? Una vez más es mejor remitirse a la siguiente gráfica, que resulta bastante elocuente y que muestra las muertes producidas en conflictos armados en todo el mundo desde el año 1400.
Lo que se muestra es el resultado de un estudio realizado por Max Roser, investigador de la Universidad de Oxford, y cuyas conclusiones pueden consultarse más detalladamente en ourworldindata.org. La gráfica relaciona el número de víctimas de los principales conflictos acaecidos en los últimos 600 años con su impacto proporcional entre el conjunto de la población mundial de cada época (ratio de muertes violentas por cada 100.000 habitantes). Así analizados, los datos muestran resultados interesantes. Las guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX aparecen claramente destacadas en la parte final como los conflictos extremadamente sangrientos que fueron, pero las terribles guerras de religión que asolaron Europa (como la de los 30 años) durante el siglo XVII se encuentran al mismo nivel, mientras que las guerras napoleónicas de principios del XIX tampoco andan lejos. La gráfica también muestra lo que sucede a partir de 1950 ya que, a pesar de todas las guerras que han tenido lugar y que bien conocemos (Corea, Vietnam, Afganistán, Ruanda, Irak...), el ratio de muertes en conflicto no ha dejado de disminuir. Cierto es que no ha transcurrido un periodo de tiempo lo suficientemente prolongado y quizá sólo esté mostrando una tendencia temporal, pero en vista de los picos y valles precedentes se trata de una tendencia descendente claramente definida que ya se prolonga durante más de medio siglo. La conclusión es clara, en comparación con el terrorífico periodo que va aproximadamente desde 1550 a 1950, ahora nos matamos en las guerras bastante menos que antes.
¿A qué se debe esta circunstancia? Expertos en la materia como Steven Pinker, además del propio Roser, aducen que los costes políticos, económicos y humanos de las guerras actuales son muy superiores, tornándose incluso excesivos, en comparación con los conflictos del pasado. Es por eso que las guerras abiertas y directas entre naciones, y muy especialmente entre potencias que se disputan la supremacía o el control de un determinado territorio, se han vuelto mucho más raras hoy en día. Esto se puede entender fácilmente realizando la siguiente comparación. Dos ejércitos enemigos se enfrentan en un campo de batalla blandiendo espadas, hachas, arcos y flechas o, a lo sumo, empleando arcabuces o artillería de alcance limitado que dispara piezas no explosivas mediante el uso de pólvora negra. El resultado será sangriento, sin duda, pero ahora pensemos en el devastador poder de las armas modernas desatado en toda su extensión. Carros blindados, helicópteros de combate, drones, bombarderos y cazabombarderos, portaviones, submarinos nucleares, misiles crucero y, por supuesto, misiles balísticos intercontinentales dotados de una cabeza con múltiples ojivas nucleares ¿Qué sucedería si dos ejércitos así equipados se enfrentaran en una lucha sin concesiones? Difícilmente nadie en su sano juicio querría comprobarlo si existen otras salidas.
En la era nuclear la amenaza de la destrucción mutua asegurada sencillamente pesa demasiado a la hora de entrar en conflicto directo con otra potencia que disponga en sus arsenales de armas de destrucción masiva capaces de arrasar ciudades enteras. En una entrada anterior en este blog ya se analizó lo extremadamente difícil que sería, incluso para los países más poderosos del planeta, defenderse de un ataque nuclear de contravalor lanzado como represalia a una agresión previa (ver ¿A salvo de una represalia nuclear?). Esa es, seguramente, una de las principales razones por las cuales las principales potencias contemporáneas no se han enzarzado en ninguna contienda directa desde 1945. El coste de un enfrentamiento así podría llegar a ser tan desorbitado y dañino a escala global que cualquier otra solución es preferible antes que eso. En nuestra época lo habitual es que las potencias se enfrenten por la vía de las llamadas guerras subsidiarias (o guerras proxy), en las que dirimen sus diferencias a través de terceros, fuerzas interpuestas de capacidad limitada y que sólo actúan en un área concreta, en vez de hacerlo directamente. La conocida como Guerra Civil Siria, que comenzó en 2011, sería un buen ejemplo de conflicto subsidiario. A pesar de todo lo sucedido, ninguna nación vecina u otro país le declaró formalmente la guerra al régimen de Damasco ni inició invasión alguna siguiendo los parámetros tradicionales. La lucha se ha desatado entre las fuerzas gubernamentales y distintas facciones rebeldes y grupos terroristas, apoyados unos y otros por diferentes aliados y con intervención extranjera (Rusia, la OTAN, Turquía e Israel) vendida a la opinión pública como "operaciones de pacificación o lucha antiterrorista". La matanza en Siria, lo mismo que otros conflictos a lo largo y ancho del mundo, es sin duda algo terrible. No obstante estas guerras "de nueva generación" poco tienen que ver con los conflictos del pasado, cuando los imperios (o las naciones con pretensiones imperiales) se enfrentaban abiertamente a sus rivales o emprendían sangrientas campañas de conquista. Los últimos intentos de solucionar las cosas "a la vieja usanza" concluyeron en las dos grandes guerras mundiales y el mundo pudo comprobar el altísimo precio que se pagaba.
En la actualidad la diplomacia internacional, y todos los mecanismos que existen a ese nivel, limita también mucho la posibilidad de que el planeta se suma en el abismo de una gran guerra global o un conjunto de ellas a escala local pero que terminen barriendo continentes enteros. Estos mecanismos existen precisamente porque los estados siempre prefieren agotar todas las vías diplomáticas antes que entrar en guerra, dado el enorme coste que ésta puede llegar a tener hoy día. Otra cosa muy distinta es que inviertan miles de millones en armamento y este negocio sea inmensamente lucrativo para las industrias que a él se dedican; quizá no quieras una guerra, pero debes estar preparado para ella por si acaso y, muy especialmente, para que tus enemigos se lo piensen dos veces antes de atacarte. Esto último lo hemos podido ver recientemente con las tensiones entre Corea del Norte, sus vecinos y Estados Unidos. El régimen de Pyongyang está al frente de un Estado diminuto, especialmente si lo comparamos con el gigante norteamericano, pero aun así dispone de un ejército lo suficientemente preparado y equipado (amén de contar con la inestimable protección china) como para disuadir a sus enemigos de iniciar hostilidades a la ligera, algo que no hubiera sucedido hace apenas 150 años.
Y a la imposición de este clima de paz relativa también han contribuido dos elementos muy importantes de nuestro mundo moderno, la democracia y el actual modelo económico. Las democracias son el sistema de gobierno más extendido hoy día y en ellas las decisiones trascendentales se suelen adoptar de manera consensuada, evitando así la arbitrariedad de las imposiciones de un gobernante autocrático. Hace uno o dos siglos la democracia estaba mucho menos extendida, o era prácticamente inexistente, por lo que la forma de gobierno dominante era la autocracia en sus distintas formas. Reyes, emperadores y caudillos hacían y deshacían a su antojo y muchas veces podían decidir ir a la guerra por el motivo que fuera, lo cual muchas veces implicaba que sus súbditos debían obedecer sí o sí sin tener derecho cuestionarse absolutamente nada. Entre obedecer a un gobernante arbitrario o que éste se halle sometido a un determinado control por parte de un parlamento o equipos de gobierno hay una gran diferencia. Una diferencia que bien puede suponer ir a la guerra o evitarla. Es bien conocido que la Alemania nazi llevó el conflicto hasta sus últimas consecuencias porque todo el aparato de gobierno se hallaba sometido a los delirios belicistas de Hitler y sus colaboradores más fanáticos. Por su parte la economía también ha jugado su papel pacificador, ya que el expolio de los territorios conquistados ha dejado de ser uno de los fundamentos de la expansión económica de las naciones actuales. Todo y que, por desgracia, dicho expolio todavía se produce hoy día, dentro de un sistema capitalista existen también otras fórmulas para generar crecimiento económico, como son las inversiones, las exportaciones, la innovación tecnológica, el consumo de masas, etc. De esta manera una nación ya no necesita apropiarse de los recursos de otra por la fuerza como vía rápida para enriquecerse y el comercio y las finanzas se han convertido en el mecanismo preponderante del desarrollo. Tal y como explica el historiador israelí Yuval Noah Harari, en el pasado preindustrial y precapitalista el pastel de la economía global no crecía, así que para tomar una porción mayor del mismo no quedaba otro remedio que arrebatársela a otros. En la actualidad vivimos en un mundo en el que dicho pastel económico crece y crece, de manera tal que no necesariamente tenemos que quitarle porciones a otros para tomar más. Y esto, consecuentemente, es otro factor que reduce el riesgo de conflictos.
Esta infografía muestra las condenas a muerte ejecutadas en el año 2013. Como se puede observar la pena capital no se aplica ya en numerosos países, incluyendo la práctica totalidad del Occidente desarrollado (con la muy notable excepción de Estados Unidos). Este panorama actual contrasta de manera radical con el mundo del pasado, donde las ejecuciones y la aplicación de todo tipo de castigos crueles a reos o esclavos eran el pan nuestro de cada día. Y esta violencia por parte del Estado es también mucho menos arbitraria, ya que en mayor o menor medida existen los sistemas legales y códigos penales que impiden la aplicación de represalias indiscriminadas por cualquier motivo.
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Con todo la guerra no ha desaparecido de nuestro mundo y es bastante probable que nunca lo haga, si bien parece que la tendencia es que se vuelva algo menos corriente. No obstante en aquellas sociedades que no viven inmersas en ninguna clase de conflicto armado, que por fortuna son mayoría, el grado de violencia por otros motivos ha continuado disminuyendo de forma invariable. Hoy por hoy estamos mucho menos acostumbrados a formas de violencia que resultaban cotidianas para las gentes del pasado. Sin ir más lejos recuerdo cómo mi padre me ha relatado en numerosas ocasiones cuál era uno de los "pasatiempos" favoritos de él y sus amigos cuando eran niños, allá por la década de los años 40 y 50 del pasado siglo y en su pueblo natal, que no era otro que liarse a pedradas con los críos que vivían en la calle de al lado. El resultado de semejantes batallas infantiles lo podemos imaginar, más de uno terminaba con la cabeza abierta, pero sobrevivían para seguir apedreándose otro día ¿Alguien puede imaginarse a sus hijos pequeños haciendo algo así hoy en día, viviendo como vivimos en un entorno que tiende a sobre protegerlos en exceso? Y lo mismo con otras formas de agresión socialmente muy extendidas. Lo que ahora conocemos como violencia de género y también contra los menores no era una lacra que debía combatirse, formaba parte de la cotidianidad de la vida de las mujeres y los niños, algo perfectamente natural puesto que en muchas sociedades unas y otros eran considerados simple y llanamente como una propiedad, no como individuos. Bien es sabido que si algo te pertenece puedes hacer con ello lo que te dé la gana. Y otros muchos eran igualmente víctimas de la violencia cotidiana, esa que se consideraba con normalidad que formaba parte de la vida. Enfermos mentales, disminuidos psíquicos, personas con taras físicas o enfermedades contagiosas, homosexuales y, por supuesto, minorías étnicas o religiosas. Ninguno de ellos podía esperar amabilidad alguna por parte del resto de la sociedad.
Ya se ha señalado que, con la aparición de las sociedades con Estado, el grado de violencia disminuyó. Pero aun así continuó siendo elevado si lo comparamos con la actualidad. Dos ejemplos muy claros. Según indican las fuentes de la época en la Inglaterra medieval la tasa de homicidios llegó a ser hasta 20 veces más elevada que en la actualidad y en la ciudad de Amsterdam, allá por los siglos XV y XVI, se producían cerca de medio centenar de asesinatos por cada 100.000 habitantes. Nos pongamos como nos pongamos hoy día dicha tasa es mucho más baja en casi todas partes. Poniendo como ejemplo la Europa contemporánea, vemos cómo la tasa media de homicidio intencional se situaba en 2012 en unos 3,5 asesinatos por cada 100.000 habitantes. En comparación, en el que podríamos considerar el continente más violento hoy día, África, se produjeron de media unos 17 asesinatos por cada 100.000 habitantes, quedando todavía lejos de la cifra de Amsterdam a comienzos de la Edad Moderna, que en la actualidad sólo superan países como Honduras y Venezuela (considerados de los más extremadamente violentos del mundo). De hecho la tasa media global se situó en 2012 en unos 7 homicidios intencionales por cada 100.000 habitantes, lo que da una idea de lo poco violento que, por regla general, es nuestro mundo al compararlo con el del pasado (ver este anexo en Wikipedia).
¿A qué se puede deber esto? Muy probablemente al enorme desarrollo que experimentó el Estado, y todas sus estructuras, durante la era industrial. Antes de dicha era vivíamos en un mundo eminentemente agrario, en el que entre el 80% y 90% de la población se dedicaba exclusivamente a cuidar de los campos y el ganado. Era ésta una actividad en su mayor parte de mera subsistencia, pues casi todo lo que producían los campesinos lo destinaban a alimentarse ellos mismos y a sus animales, dejando generalmente un exiguo excedente que debía mantener a ese 10-20% de la población que no se dedicaba a producir alimentos. Ese otro sector minoritario lo componían los artesanos, los comerciantes, el clero (en el caso del mundo europeo), la aristocracia guerrera y, por último, los cuerpos de funcionarios que trabajaban directamente para el Estado. Viendo las proporciones nos podemos hacer una idea de lo diminutos, en cuanto a número de efectivos personales, que eran los estados preindustriales. Baste como ejemplo señalar que, en la época de su máximo apogeo, las fronteras del enorme Imperio Romano estaban guardadas por apenas 300.000 legionarios. Aquel era con diferencia el ejército permanente más impresionante de la época, pero esos hombres no dedicaban todo su tiempo a las tareas castrenses, viéndose obligados también a cultivar la tierra si era preciso. En comparación el actual Ejército Español, que no es precisamente de los más grandes del mundo, dispone de alrededor de medio millón de efectivos (entre las fuerzas permanentes y las de reserva) y eso teniendo en cuenta que, hoy día, la tecnología armamentística se impone claramente a la necesidad de disponer de fuerzas armadas con un gran número de soldados.
Todo cambió, tal y como se ha dicho, con la llegada de la Revolución Industrial. Cuando hablamos de ella solemos pensar sobre todo en las fábricas y otros avances como el ferrocarril y los barcos a vapor. Pero una de las trasformaciones más trascendentales fue sin duda la industrialización del sector agropecuario, que permitió que mucha menos gente pudiera producir una cantidad muchísimo mayor de alimentos gracias a la introducción de la maquinaria agrícola, los fertilizantes, los pesticidas, la ganadería intensiva y otras innovaciones. En la actualidad tan sólo entre el 2% y el 4% de la población activa de los países desarrollados se dedica a actividades agrícolas y ganaderas, lo cual quiere decir que el resto está disponible para trabajar en otros sectores. En el tema que nos ocupa esto se traduce en algo muy claro, el Estado puede crecer desplegando una vastísima burocracia, lo cual quiere decir que es capaz de llegar allí donde antes no podía. En el pasado las comunidades locales eran la encargadas de dirimir muchas veces sus propios conflictos internos, asumiendo funciones que bien podemos considerar como policiales o incluso de administración de justicia; el Estado sólo intervenía cuando la gravedad de la situación así lo requería, pues no disponía de recursos suficientes como para ocuparse de "asuntos menores". En la actualidad eso no pasa, ya que el Estado moderno dispone de unos nutridos cuerpos y fuerzas de seguridad encargados de mantener el orden y perseguir los delitos, un sistema de justicia que sanciona o condena a infractores y delincuentes (donde todos los actos considerados ilícitos o ilegales están debidamente tipificados), un sistema de prisiones donde confinarlos (que ocupa también a su respectivo cuerpo de funcionarios), así como, entre otras cosas, un sistema de educación pública y obligatoria destinado en cierto modo a "domesticar" a la población desde bien temprano, de manera tal que se nos inculca el respeto al orden establecido, las leyes y los valores que permiten una pacífica convivencia.
Esta gráfica, extraída de una noticia de la versión digital del diario El País, muestra la evolución del número de crímenes violentos ocurridos en España a lo largo de la última década. La tendencia a la baja es evidente, algo que también podríamos decir del resto de países de nuestro entorno europeo. En este caso es muy destacable que, una cifra tan baja de asesinatos (0,4 por cada 100.000 habitantes), se ha alcanzado en una sociedad en la que no se aplican ni la pena de muerte, las condenas a trabajos forzados o la cadena perpetua.
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Todo esto ha dado como resultado una sociedad cada vez menos violenta, ya que existe la capacidad de controlar la violencia a una escala que no era posible en el pasado. Cierto es que el Estado es capaz de ejercerla contra sus ciudadanos de manera arbitraria, algo de lo que no estamos a salvo, pero hay que insistir en la tendencia general. Podemos alarmarnos por ciertas cosas que ocurren a nuestro alrededor, pesando que nos enfrentamos a una situación gravísima, sin embargo las cifras son tozudas. Una vez más valga como ejemplo eso que se ha venido a denominar "el conflicto catalán", el pulso que los partidos independentistas del Principado mantienen con el Gobierno central en manos del Partido Popular. Hemos estado preocupados por el asunto semanas enteras y no han sido pocos los han asociado estos hechos con lo ocurrido antes del estallido de la Guerra Civil, allá durante el verano 1936 ¿De verdad podemos establecer semejante comparación? Indagando un poco no es difícil comprobar cómo los prolegómenos de tan sangrienta contienda fueron igualmente sangrientos. Sin ir más lejos en octubre de 1934 tuvo lugar un levantamiento separatista en Cataluña iniciado por el gobierno autonómico de Lluís Companys, supuestamente motivado por el temor a que el gobierno derechista de la CEDA anulara la autonomía e incluso se atreviera a acabar con la Segunda República. Aquel levantamiento fue rápidamente sofocado, pero en el ínterin murieron 46 personas y más de 3.000 fueron detenidas, desatándose una fuerte represión en toda Cataluña. En aquel mismo contexto de octubre de 1934, con una huelga general revolucionaria de alcance nacional contra el nuevo gobierno conservador, tuvieron lugar en Asturias hechos mucho más graves. Es la conocida como Revolución de Asturias de 1934, una insurrección obrera iniciada en las cuencas mineras que se extendió con rapidez a Oviedo y Gijón. Para acabar con ella el Gobierno decidió enviar tropas, comandadas por el general Francisco Franco (ya iba calentando motores el amigo). La lucha duró cerca de dos semanas y al concluir se había saldado con alrededor de 2.000 muertos y unos 30.000 detenidos, consecuencia de la oleada de represión subsiguiente. Y a todo esto hay que sumar por supuesto los numerosos asesinatos políticos perpetrados por una y otra facción entre 1934 y 1936 en medio de un ambiente prebélico.
Se mire por donde se mire los sucesos actuales en Cataluña no se pueden comparar ni de lejos con lo ocurrido hace ocho décadas porque, a fecha de escribir estas líneas, dicho "conflicto" (que lo es exclusivamente político) no ha provocado ni una sola víctima mortal. El único episodio de violencia destacable tuvo lugar el pasado 1 de octubre y ha provocado un fortísimo rechazo. Es el mismo tipo de rechazo y conmoción que sentimos ante los atentados terroristas que, de cuando en cuando, sacuden nuestras apacibles ciudades. Esto es así porque estamos muy poco acostumbrados a la violencia y únicamente la solemos ver en las películas, la televisión y los videojuegos, casi nunca en la vida real y ante nuestros ojos. Sólo basta con que nos hagamos la siguiente pregunta ¿A cuántas personas de nuestro entorno familiar y personal hemos conocido que hayan sufrido una muerte violenta? Puede darse que conozcamos algún caso, pero la norma es que los fallecimientos se produzcan por otros motivos. En esta sociedad con tan poca violencia nos hemos convertido en consumidores de peligros ficticios (atracciones vertiginosas, pasajes del terror, scape rooms, paintballs...), deseosos como están algunos de emociones fuertes, lo que también explica el auge de los deportes de riesgo ¿Quién desearía practicarlos hace doscientos años? La vida en sí ya era entonces un deporte de altísimo riesgo. También vivimos inmersos en una cultura del miedo, otro producto de consumo que ahonda en nuestros temores a perder todo lo que tenemos, a que se resquebraje esa burbuja en la que vivimos. Esto bien podría ocurrir, un proceso de involución que nos retrotraiga a la barbarie del pasado, si bien la inercia histórica lleva un tiempo inclinándose en el sentido opuesto. Remitiéndonos de nuevo a las frases milenarias del principio, parece que tenemos una tendencia natural a desconfiar del futuro. Sin embargo lo único que sabemos de él a ciencia cierta es que no está escrito, ésa es una tarea que nos corresponde a nosotros y a las generaciones venideras.
M. Plaza
Para saber más:
De animales a dioses (Sapiens): una breve historia de la Humanidad. Yuval Noah Harari (Editorial Debate - 2015).
¿Vivimos en un mundo cada vez más violento? (Blog de Jesús González Fonseca).
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