Llevamos tanto tiempo en este país viviendo en un estado de anormalidad, que ya nos hemos acostumbrado a él. Anormal es un adjetivo acertado para calificar a España, ahora más que nunca, cuando quieren que lo excepcional se convierta en norma.
Hace unos días pude ver un fragmento de la entrevista que le hicieron en el programa de la Sexta El Intermedio a la escritora y periodista Almudena Grandes. En un momento de la misma, ante la pregunta de cómo trataría de explicarle a un extranjero qué es España, la entrevistada indicó que la calificaría como "un país anormal". Es curioso y me hace pensar que somos muchos los que opinamos lo mismo, porque yo también pienso que España es un país anormal. Lo es al menos si lo comparamos con otros de su entorno, el occidente europeo que presume de ser una de las regiones del globo más avanzadas, prósperas y que goza del mayor grado de libertades y derechos reconocidos. Hablar de anormalidad para referirse a España no es un insulto, hace más bien referencia a un estado en el que vivimos inmersos desde hace ya demasiado tiempo. Y, como muchos hemos vivido en este estado de anormalidad desde que tenemos uso de razón, nos hemos acostumbrado a él aceptando sin más cosas que resultan inadmisibles, o cuanto menos altamente reprobables, más allá de los Pirineos. Pero un repaso por la actualidad nacional puede mostrarnos, a todas luces, el grado de la anormalidad española.
Anormalidad en todo lo relacionado con el llamado "procés" catalán. Lo que empezó como una simple reforma de un Estatuto de autonomía, que no por ambiciosa no dejaba de ser una reforma, hace menos de diez años, ha degenerado en un conflicto institucional y social de difícil solución. No seré yo el único que piense que ya es imposible retrotraerse al estado de las cosas anterior a todo este lío; es como si hubiéramos alcanzado un punto de no retorno ¿Y de quién es la culpa? De esta anormalidad tan made in Spain que tenemos. La derecha españolista, franquista y cavernaria, de la que el PP es el principal exponente, no ha hecho otra cosa que arrastrarnos a esta crisis, agravándola más y más con su huida hacia delante. En su anormalidad no podemos esperar otra cosa de esta gente, pues sólo saben reaccionar a los desafíos mediante arrebatos autoritarios y retrógrados (amenazas, represión, persecución, prohibiciones...). Todo ello aderezado con los ladridos de odio de tertulianos, voceros y pseudoperiodistas serviles a sueldo, que para lo único que sirven es para enrarecer más el ambiente e incrementar el estado de anormalidad ¿Qué es lo que esperan, que los independentistas catalanes desaparezcan como por arte de magia sólo porque no les gusta su existencia? Ya lo intentaron en el pasado mediante fusilamientos, encarcelamientos y torturas y no les dio resultado.
Y claro, a toda acción le sigue su correspondiente reacción. El independentismo catalán tiene en el nacionalismo españolista su némesis, el uno y el otro se retroalimentan mutuamente y casi se podría decir que se necesitan para justificarse. De esta manera la intransigencia de unos radicaliza a los otros y convierte todo intento de acercamiento en un diálogo de sordos. Y así, lo que podría ser un referéndum democrático como otros que se han celebrado sin el menor problema en países occidentales desarrollados próximos (como el reciente caso escocés), ha terminado convertido en un esperpento terriblemente conflictivo, eso que se ha venido a llamar el 1-O. Y mientras políticos, tertulianos y voceros chapotean tan a gusto en este lodazal inmundo, del que viven como los parásitos sociales que son, al resto de la ciudadanía le tocará pagar los platos rotos de su mediocridad e incompetencia. Difícil imaginar una situación más anormal, pero oigan, es bien sabido que "el derecho a decidir" ha de ser todo lo contrario a la democracia.
Anormalidad porque las heridas de la Guerra Civil siguen abiertas casi 80 años después. Esto es algo que sólo ocurriría en un país anormal donde se clasifica a las víctimas en función de la naturaleza de sus verdugos. Aquellos que sufrieron el terrorismo de ETA, y algunos otros terrorismos de diversa índole, merecen el mayor respeto y todas las consideraciones. Es algo razonable que no debería discutirse ¿Pero qué ocurre con aquellos que fueron víctimas del régimen de terror franquista, una de las dictaduras más atroces y sanguinarias de la Europa del siglo XX? Negar esto último es revolcarse en la ignorancia y el olvido histórico. Pero ahí tenemos a nuestro gobierno y a la derecha fascistoide y cavernaria, que para el caso son lo mismo, despreciando y ninguneando a las víctimas de la dictadura como si desearan arrojarlas a las mismas fosas olvidadas donde todavía yacen sus familiares. Más de uno seguro que lo desea con todas sus fuerzas. Es ésta una anormalidad cuajada de fosas comunes, ¿qué país de nuestro entorno arrastra un pasado así? Si se supone que todos somos iguales, tal y como pregona esa Constitución en la que algunos se refugian para pasar su rodillo totalitario, ¿por qué no se trata a todas las víctimas de igual manera? Porque en la España anormal se antepone el odio ideológico como valor supremo, el odio hacia el que piensa diferente, hacia "los del otro bando", hacia los que reivindican la normalidad. Una normalidad que muchos temen porque no podrían sacar provecho particular de ella, pues al final todo se reduce a eso. Pero la Historia es tozuda y los horrores de la dictadura y la guerra no desaparecerán por mucho que se empeñen en enterrarlos. Como en el caso catalán ya lo intentaron por todos los medios y no lo consiguieron.
Y anormalidad al fin y al cabo por otras tantas cosas que jamás pasarían en el resto de Europa. Un partido gobernante que es más bien una organización mafiosa que nos hunde en un pozo de corrupción y podredumbre sin paragón entre nuestros vecinos, un rescate a las cajas de ahorros (cuyos órganos directivos estaban precisamente infestados de cargos políticos parasitarios) en el que se han perdido más de 40.000 millones de euros de nuestros impuestos que jamás se recuperarán, la pervivencia de unas tradiciones y festejos arcaicos y cerriles que ahondan en la sangrienta apología del maltrato animal y el oscurantismo religioso, la policía del pensamiento persiguiendo el sentido del humor en las redes sociales, el urbanismo desenfrenado y la masificación turística como único modelo económico posible, el drama de los incendios forestales convertido en negocio por empresas que viven de la Administración y, mientras tanto, la sequía volviéndose crónica porque la desertización amenaza con devorar medio país. Qué importa el cambio climático, todos sabemos que no existe porque lo dijo el primo de Rajoy, que se supone que es un físico súper importante, aunque nadie lo conozca.
En el país de la anormalidad los anormales son la norma. Gente que se rasga las vestiduras ante estupideces que no tienen la menor importancia, pero que pasa por alto cosas verdaderamente graves porque las considera habituales. Su casa está siendo devorada por las llamas y su familia quizá perezca en el incendio, pero se enfadan porque el bombero que ha venido a rescatarles les ha hablado en catalán y quiere que se marche para que venga uno que lo haga en español, "la lengua del Imperio". Y tal vez por eso los noticiarios del régimen nos hablan tanto de Venezuela, porque si nos comparáramos con Francia, Alemania, Holanda o Dinamarca saldríamos perdiendo clarísimamente. Sin embargo los anormales quizá no entiendan que la fuerza centrífuga de su anormalidad puede terminar haciendo saltar España por los aires. Después de todo ellos se lo han buscado, pero nos arrastrarán a los demás a su desastre.
Juan Nadie
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