No es un hecho muy conocido que, hasta hace unos cuatrocientos años, una especie de équido salvaje propia de la Edad de Hielo sobrevivió en la Península Ibérica. Ésta es la desconocida historia del cebro, o encebro, ibérico.
Del mismo modo no son demasiados los que tienen constancia de que fueron nuestros cebros los que prestaron su nombre a las conocidísimas cebras africanas. El término original, zevra, procede del galaico-portugués y puede que a su vez derive del latín equiferum, que significa "caballo o asno salvaje". Los oriundos del noroeste peninsular daban este nombre a unas criaturas que conocían, en otro tiempo habitantes comunes en los montes de su tierra. De esta manera, cuando a finales del siglo XV los exploradores portugueses arribaron a las costas del extremo meridional de África (lo que hoy es la República Sudafricana), encontraron en ellas a unos équidos rayados que en cierto modo les recordaban a los cebros ibéricos. A partir de entonces, y conforme las exploraciones europeas en tierras africanas se fueron haciendo más y más frecuentes, el término "cebra" se fue extendiendo hasta asociarse únicamente a los animales que todos conocemos. En el camino se le perdió la pista al primero de los caballos salvajes que recibió ese nombre, pues terminó completamente extinguido hace probablemente sólo unos cuatrocientos años ¿Cómo es posible que nos hayamos olvidado de un animal así, que además desapareció en tiempos históricos? Durante mucho tiempo los naturalistas asociaron las poblaciones de équidos salvajes de la Península Ibérica, que como otras creyeron extintas desde hace milenios, a una especie de asno de gran porte muy similar al onagro (Equus hemionus) de las estepas asiáticas, hoy en grave peligro. Los paleontólogos clasificaron a este animal prehistórico bajo el nombre de Equus hydruntinus, asumiendo sin excesiva convicción que ciertas crónicas medievales castellanas y portuguesas, que hablaban acerca de los "onager" o "enzebros" que recorrían los parajes agrestes, tal vez se refirieran a poblaciones residuales de estos asnos. El consenso científico sin embargo daba escasa credibilidad a estas crónicas.
No obstante hubo investigadores que perseveraron convencidos de que detrás de esta historia había mucho más, la posible existencia de un caballo salvaje endémico de la península. Dadas sus particularidades geográficas, con la cordillera pirenaica aislándolas del resto de Europa al norte y el estrecho de Gibraltar separándolas de África al sur, las tierras ibéricas muestran cierta tendencia a producir endemismos, especies propias que no se dan en ninguna otra parte. Ejemplos de ello son el muy amenazado lince ibérico (Lynx pardinus), la también escasa águila imperial ibérica (Aquila adalberti) o la muchísimo más extendida liebre ibérica (Lepus granatensis), además de unas cuantas especies de reptiles, peces e invertebrados. En este contexto no es tan descabellado imaginar que un animal incluso más grande que los anteriores también pudiera llegar a ser un endemismo, sólo que desconocido hasta el momento. Ya en los años 50 del pasado siglo el microbiólogo Dimas Fernández-Galiano redescubrió un texto de 1571, atribuido a Fray Martín Sarmiento, en el que se hablaba del caballo salvaje hispánico, iniciando una investigación al respecto. Más recientemente el zoólogo Carlos Nores, de la Universidad de Oviedo, ha recopilado toda la información disponible en un trabajo más extenso y concienzudo. Dicho tratado es un auténtico trabajo detectivesco de investigación zoológica y que ha permitido rescatar del olvido al cebro, ese gran herbívoro que un día vagó libre por nuestros montes.
En la imagen el takhi o caballo salvaje mongol, del que
apenas sobreviven unos centenares de ejemplares en
libertad. El cebro ibérico debió de tener una apariencia
muy similar.
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No es demasiado lo que sabemos acerca del cebro ibérico y, lo que se conoce, se debe mayormente a referencias fragmentadas aparecidas en textos medievales procedentes de los antiguos reinos de Castilla, León y Portugal, así como también en tratados posteriores. El animal habitaba aquellas tierras en ese tiempo y con toda seguridad la nobleza feudal lo cazaba por deporte, además de ser perseguido para evitar que los garañones cubrieran o "secuestraran" a las yeguas domésticas. Se ha constado la referencia al cebro, o encebro como también lo llamaban, en alrededor de 80 fueros castellanos y portugueses de los siglos XII y XIII. Esto demuestra que el équido salvaje todavía era un animal relativamente frecuente en esa área de la península por aquella época. Una de las últimas referencias aparece en una relación de 1576, ordenada por los funcionarios reales de Felipe II, procedente del municipio de Chinchilla (Albacete) y que decía así:
En esta tierra había muchas cebras, las cuales eran a la manera de las yeguas cenizosas, de color de pelo de las ratas (...) y corrían tanto que no había caballo que las alcanzara.
Atando cabos en base a todos estos documentos, así como en virtud de otras pruebas, investigadores como Nores han podido establecer el área geográfica original habitada por el cebro ibérico, así como su posterior regresión hasta la total extinción. En el siglo XII el équido ocupaba probablemente buena parte del oeste peninsular, desde Galicia al extremo sur de Portugal, extendiéndose hacia el este por la meseta castellana e incluso Extremadura, las tierras interiores de Andalucía y Murcia. Al parecer no estaba presente en la cornisa cantábrica, el cuadrante nordeste, la cuenca mediterránea y el extremo sur de la península. Aunque esto último en época medieval, pues hay indicios, como las representaciones de arte parietal de la cueva de Ekain (en el municipio guipuzcoano de Deva), que hacen pensar que el cebro pudo estar originalmente más extendido. Es interesante remarcar que el declive de este gran herbívoro parece asociado al avance de lo que hoy conocemos como "la Reconquista", la expansión de los reinos cristianos del norte en detrimento de los hispanomusulmanes de Al-Ándalus. El ocaso del cebro ibérico se produjo principalmente entre los siglos XII a XIV, coincidiendo especialmente con la ampliación de los reinos de Castilla y Portugal, que efectuaron la mayor parte de sus conquistas territoriales en este periodo. Tal y como recoge Alfonso X en su "Libro de la Montería" el cebro era una pieza de caza habitual en las batidas, un "deporte" exclusivo de la nobleza, pero los colonos cristianos también lo cazarían por su piel y su carne. Todas estas circunstancias aunadas redujeron drásticamente su territorio y poblaciones, pues ya en el siglo XV sólo podía ser encontrado en los llanos manchegos de lo que hoy es la provincia de Albacete. El cebro resistiría en este su último bastión durante algo más de un siglo, pero el limitado número de ejemplares en libertad y su aislamiento hicieron inviable su supervivencia. No podemos estar seguros de cuándo se extinguió por completo, pues todavía hay referencias a este animal, refiriéndose a él en pasado, que datan de después de 1680. Bien pudiera ser que los últimos cebros ibéricos en estado salvaje desaparecieran a principios del siglo XVII.
Escudo del municipio de
Cebreros, con la llamativa
imagen de una cebra.
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Y poco después terminamos olvidándonos por completo de este animal. Al cabo de unos cientos de años la mayor parte de la gente ni tan siquiera sabía que existió, pero algún rastro quedó de su presencia en nuestros montes. La toponimia hispánica guarda unas cuantas referencias. Ejemplos de ello serían el monte Cebreiro, la vega Cebrón y el arroyo de Cebreros, todos ellos en Asturias. Otros topónimos repartidos por toda la geografía española serían Auga dos Cebros (Pontevedra), Valdencebro (Teruel), Acebrón (Cuenca) o Encebras (Alicante), entre otros muchos. Aunque sin duda el caso más llamativo es el de Cebreros, un pequeño pueblo de no más de 3.000 habitantes en la provincia de Ávila, en cuyo escudo municipal luce la imagen de una cebra africana (tal y como recoge el portal Strambotic). Cualquiera que se fije en el detalle y desconozca el asunto se preguntará qué diablos hace una cebra en el escudo de un municipio abulense. Sin embargo dicha imagen es una reminiscencia distorsionada de un pasado prácticamente olvidado, cuando los cebros ibéricos correteaban libres por la zona. Su presencia explicaría la leyenda que da origen al nombre de la villa, según la cuál un rey castellano dio caza a una cebra en los campos de alrededor. Más aún, otra prueba sorprendente de la existencia de este animal la hallamos en el Diccionario de la Lengua Francesa, obra de Petit Robert, de 1610. La entrada correspondiente a Zébre nos dice (texto traducido):
Nombre original de un équido salvaje de la Península Ibérica, dado con posterioridad a un animal africano.
Todo esto nos ha permitido resucitar el legado de una criatura prácticamente desconocida y que sigue siendo un enigma zoológico. A día de hoy seguimos sin saber con exactitud qué fueron los cebros ibéricos, si asnos o caballos, ya que la práctica totalidad de los restos de équidos extintos encontrados en la península siempre se han atribuido, quizá equivocadamente, a Equus hydruntinus. La realidad tal vez nos esté mostrando una historia distinta, el ocaso de la última población de caballos salvajes de Europa Occidental. Resulta irónico pensar que, más o menos en la misma época en la que los últimos cebros desaparecían de tierras manchegas, los conquistadores españoles llevaban el caballo al Nuevo Mundo, donde algunos ejemplares escaparon a su control y retornaron al estado salvaje. Allí prosperaron y acabaron convertidos en el centro de una nueva cultura desarrollada por los pueblos de las llanuras de Norteamérica. En torno a la figura de este magnífico animal, una leyenda se desvanecía en las arenas del tiempo y otra nueva surgía.
N.S.B.L.D
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