Lecturas de la Historia. La cruzada del diálogo

En medio de una época convulsa marcada por la intolerancia religiosa y la guerra, dos hombres excepcionales apostaron por el respeto mutuo y el diálogo como forma de tender un puente entre Oriente y Occidente. Finalmente habrían de pagar el precio de ir a contracorriente.


Recreación del encuentro entre el
sultán Al-Kamil y el emperador
Federico II.
         Las cruzadas son probablemente el episodio más oscuro y reprobable de la Edad Media. La campaña iniciada por el papa Urbano II para recuperar los santos lugares de Palestina para la fe de Cristo concluyó, tras una accidentadísima epopeya, con la sangrienta toma de Jerusalén por los cruzados el 15 de junio de 1099, en la que la población judía y musulmana de la ciudad fue masacrada sin contemplaciones. Al grito de Dieu lo volti (¡Dios lo quiere!) se inició una era de enfrentamientos y desencuentro entre Oriente y Occidente, entre la Europa cristiana y el Islam. Durante las décadas siguientes el sentimiento de ultraje y los deseos de revancha fueron creciendo en el mundo musulmán, la intolerancia y el rechazo a los credos ajenos se instauraron mientras la lucha por control de Tierra Santa se prolongaba un año tras otro. Las minorías religiosas fueron las primeras víctimas. Durante siglos las pequeñas comunidades cristianas del Medio Oriente habían coexistido sin problemas con la mayoría musulmana, pero la afrenta infligida por los cruzados supuso la persecución y desaparición de muchas de ellas. Finalmente en el año 1187, casi un siglo después de la Primera Cruzada, Al-Nasir Salah ad-Din (más conocido entre los cristianos como Saladino), nuevo soberano de Egipto, reconquistó Jerusalén para la fe mahometana expulsando a los cruzados a sus plazas costeras dispuestas a lo largo de Siria, el Líbano y Palestina.
       
         No obstante la lucha estaba lejos de concluir. La pérdida de Jerusalén conmocionó a Europa y nuevamente papas y reyes se aprestaron a emprender nuevas cruzadas para recuperar la ciudad santa. A la Tercera le siguieron la Cuarta y Quinta Cruzadas entre 1199 y 1221 y, aun a pesar de los éxitos iniciales, en ningún caso se pudo retomar el control de Jerusalén y otras plazas perdidas. Para entonces Tierra Santa ya llevaba cerca de siglo y medio sin conocer la paz, el agotamiento pesaba en ambos bandos pero nadie parecía dispuesto a ceder en un tema tan trascendental. Aquel pedazo de tierra semidesértico era igualmente sagrado tanto para musulmanes como para cristianos y renunciar a él sería como aceptar una derrota irreparable.

         Es en este momento cuando entran en escena dos personalidades que merecen ser recordadas por su singularidad, el emperador Federico II y el sultán Al-Kamil. Se dice que Federico II (1194-1250) fue un hombre adelantado a su tiempo. Culto e instruido a diferencia de otros gobernantes contemporáneos que a menudo ni tan siquiera sabían leer y escribir, estudió filosofía, matemáticas, astronomía, ciencias naturales y medicina; además se cuenta que era capaz de hablar hasta nueve idiomas. Creció en la corte del reino normando de Sicilia, una isla que tiempo atrás estuvo bajo dominio de los musulmanes y donde éstos dejaron su impronta, por lo desde muy joven tuvo conocimientos de esta cultura. Los conquistadores normandos de Sicilia siempre mostraron una profunda fascinación hacia la civilización islámica, su sofisticación y refinamiento, y Federico II no fue una excepción. En los siglos XII y XIII todavía existía una importante comunidad musulmana en la isla y no era raro que algunos funcionarios y consejeros de la corte del rey pertenecieran a la misma. Por ello la imagen que el futuro emperador tenía de los musulmanes distaba mucho de la que dominaba en el occidente cristiano, donde a menudo se los demonizaba como la reencarnación misma del Mal.


Europa y el mundo mediterráneo en tiempos de la 
Sexta Cruzada (Fuente: Wikipedia).
         Pero he aquí el gran dilema al que hubo de enfrentarse Federico II en 1220 al ser coronado por el papa Honorio III como soberano del Sacro Imperio Romano Germánico. Aceptar el cargo implicaba ponerse a la cabeza de la Cristiandad en una nueva cruzada para recuperar los santos lugares, ésta era la imposición del papado. Qué duda cabe que las cruzadas habían sido una herramienta sumamente útil de la que la Iglesia se había servido para acrecentar su poder e influencia en Europa, la autoridad del pontífice estaba por encima de la de los gobernantes seculares pues emanaba directamente de Dios. La relación entre el papa y Federico II nació lastrada por la desconfianza mutua y los deseos de cada una de las partes de imponerse sobre el otro. Es entonces cuando entra en escena el segundo de los protagonistas de esta historia, el sultán de El Cairo Al-Kamil (1180-1238). Sobrino del gran Saladino compartía el imperio legado por éste con su hermano al-Muazzam que gobernaba desde Damasco, no obstante ambos terminaron enfrentados. Conocedor de que Federico II estaba presto a emprender la Sexta Cruzada le propuso un sorprendente acuerdo, entregar Jerusalén a los cruzados a cambio de ayuda militar contra las hostiles intenciones de su hermano. El emperador aceptó pero la muerte prematura de al-Muazzam dejó sin validez el acuerdo, por lo que Al-Kamil decidió enviar una misión diplomática a Sicilia, residencia habitual de Federico, para continuar con las negociaciones.

         Los informes enviados por sus emisarios animan a Al-Kamil a entablar correspondencia directa con el emperador. Dos hombres cultos y con sensibilidades afines entran en contacto, ninguno de los dos muestra inclinación por iniciar una nueva guerra abierta y de esa necesidad va surgiendo una relación de respeto mutuo que finalmente se torna en sincera amistad aun a pesar de la distancia. Ambos soberanos se escriben con cierta regularidad para compartir impresiones acerca de la filosofía, la ciencia o la religión, se envían regalos y, entre tanto, continúan tanteando la posibilidad de llegar a un acuerdo sobre el espinoso asunto de Jerusalén. No obstante la demora de Federico II a la hora de emprender la cruzada, hubo una primera expedición fallida en 1227 a causa de una epidemia que asoló los navíos que debían desembarcar en tierras palestinas, animó al inflexible papa Gregorio IX a excomulgar al emperador bajo la acusación de haber faltado a su juramento de defender la fe de Cristo. Durante la Edad Media la excomunión suponía la muerte tanto espiritual como social de la persona que la sufría, pues quedaba automáticamente marginada en todas las esferas.

         El enfrentamiento estaba servido y Federico decidió entonces desafiar al papado marchando a Tierra Santa con un ejército aun a pesar de la excomunión. Su intención inicial tal vez fuera entrar en Jerusalén, pero al no contar con el apoyo unánime del mundo cristiano su posición quedó pronto debilitada. Al-Kamil por su parte también se encontraba asediado por problemas internos y dicha circunstancia favoreció la intensificación de las negociaciones. En todo momento la buena predisposición al diálogo fue la nota dominante. El acuerdo llegó en febrero de 1229 con la firma de una tregua de diez años entre cristianos y musulmanes, amén de la devolución de Jerusalén y otros territorios a los cruzados. Pero, y he aquí lo distintivo del acuerdo, Jerusalén se convertiría en una ciudad abierta a la que judíos, cristianos y musulmanes podrían acudir en paz para rezar en sus respectivos santuarios, si bien los no cristianos no tendrían derecho a circular libremente por sus calles. A pesar de esto las clausulas del tratado resultan revolucionarias para la época en lo que a tolerancia religiosa se refiere, de la imposición por la espada se había pasado a un statu quo que aseguraba la convivencia entre comunidades. Y tanto los ejércitos cruzados como los musulmanes estaban obligados por el acuerdo a defender dicho statu quo.

         Los esfuerzos de Federico II y Al-Kamil por encontrar una solución negociada al problema de Tierra Santa son una singularidad en la Historia de la región y pronto su sueño quedaría truncado. Ambos soberanos serían vilipendiados y tachados de traidores por los suyos y finalmente pagaron el precio político por apostar por la paz. Al-Kamil moriría marginado y Federico II pasaría buena parte del resto de su reinado enfrascado en un amargo enfrentamiento con el papado que terminaría agotándolo. El pecado de ambos creer en el diálogo y en la posibilidad de una pacífica coexistencia entre religiones en los tiempos de la intolerancia y el odio. La inercia del enfrentamiento terminó imponiéndose, la frágil tregua pactada por estos dos hombres se hizo añicos en 1239 al concluir el periodo de cese de hostilidades. Solo cinco años más tarde, en 1244, los musulmanes retomaron por la fuerza el control absoluto de Jerusalén. No se detendrían ahí y en 1291 conquistaron la fortaleza de San Juan de Acre (en el Israel actual), el último bastión importante de las fuerzas cristianas en Tierra Santa. La era de las cruzadas había concluido.

         Visto retrospectivamente el "excéntrico" intento del sultán Al-Kamil y el emperador Federico II por encontrar un equilibrio consensuado en relación a los santos lugares, por tender un puente cordial entre Oriente y Occidente, resulta osado incluso a día de hoy. Jerusalén y los territorios que la rodean siguen siendo zona de disputa, un "área caliente" foco ahora de conflictos entre árabes e israelíes, como en el pasado lo fue entre árabes y cristianos. La paz se muestra esquiva en esta región y valdría la pena que el ejemplo de estos dos hombres, que vivieron ocho siglos atrás, cundiera como demostración de que siempre hay otra salida.


Nota:  Para profundizar más en la historia de la Sexta Cruzada y en la vida de sus dos principales protagonistas recomiendo el episodio "Jerusalén 1227. La paz excomulgada", emitido en su día por Canal Historia y parte de la excelente serie documental Eurasia. Una producción de las televisiones NHK y France 5.    
                         
          

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