En estos tiempos insólitos de confinamiento e incertidumbre, cuando esa enfermedad llamada COVID-19 continúa expandiéndose aparentemente imparable por todo el mundo, conviene detenerse un momento a reflexionar sosegadamente acerca de esta pandemia. De sus implicaciones, de su verdadero alcance y, sobre todo, de lo que puede enseñarnos.
Arriba representación de cómo se ha ido expandiendo el COVID-19 por todo el mundo desde el foco original en China. Los colores indican distintas variantes detectadas del virus, fruto de las mutaciones naturales que va sufriendo conforme se replica. La genética es el mejor método que tenemos para realizar este seguimiento (Fuente: Nextstrain). |
Lo reconozco, yo fui uno de los muchos que en un principio subestimó el actual alcance de la pandemia de COVID-19. A día de hoy no creo que haya prácticamente nadie que no reconozca que este año 2020 pasará a la Historia como el año en que esta enfermedad nos golpeó, pasando a trastocar nuestras vidas de una manera que no podíamos ni imaginar hace tan sólo un par de meses. Pero más allá de los dramas y tragedias personales (muerte de seres queridos, pérdida masiva de empleos, una terrible incertidumbre económica asomando en el horizonte, etc.), más allá incluso de las tensiones geopolíticas que la crisis del COVID-19 puede terminar agravando, conviene pararse a pensar con la serenidad suficiente acerca de todo lo que ha sucedido y, muy probablemente, terminará sucediendo en los meses venideros. Más allá del miedo y la incertidumbre, más allá de la búsqueda de responsables y más allá de todo aquello que hemos perdido o que con toda seguridad perderemos.
Hoy por hoy sólo podemos confiar en la Ciencia y en lo que ésta va descubriendo acerca de la nueva enfermedad. A través de plataformas de investigación como Nextstrain, ha sido posible "seguir la pista" del virus por así decirlo, pues se ha establecido un árbol genealógico a partir de las variantes que han ido surgiendo de forma natural como consecuencia de las pequeñas mutaciones que el patógeno sufre al replicarse dentro de nuestros cuerpos. De esta manera podemos ir desvelando cuándo y de qué forma se ha ido expandiendo hasta llegar a convertirse en pandemia. Se ha hablando mucho sobre esto, pero la secuencia de acontecimientos parece haber sido más o menos la siguiente:
- Hacia noviembre del año pasado un nuevo agente patógeno desconocido, perteneciente a la familia de los coronavirus y que luego sería bautizado con el nombre de SARS-CoV-2, empieza a propagarse entre seres humanos en la provincia china de Hubei. En realidad todavía no sabemos exactamente de dónde ha surgido, sólo que en algún momento se trasfirió desde los murciélagos a nosotros. Si lo hizo directamente o a través de un hospedador intermedio (otro animal que luego infectó a humanos) es algo que todavía no está del todo claro.
- Durante semanas el nuevo virus se va expandiendo sigilosamente entre la población de la citada provincia china e incluso más allá. Al principio pasa inadvertido porque en la mayoría de las personas (hasta más del 80% según estudios publicados en prestigiosas revistas médicas como The Lancet) el contagio es asintomático o produce síntomas muy leves, por lo que quienes contraen el virus no son conscientes de ello o no le dan apenas importancia. El caso es que, con la llegada del nuevo año 2020, los casos de pacientes afectados de neumonías graves (insistimos que minoritarios) empiezan a multiplicarse y el personal médico de la ciudad de Wuhan (epicentro original de la epidemia) descubre que se enfrenta a una nueva enfermedad desconocida. A pesar de ello la reacción inicial de las autoridades es la de restar importancia al asunto, llegando incluso a censurar y amenazar a los facultativos que han dado la alarma acusándolos de tratar de sembrar el pánico de forma irresponsable. Para entonces con toda probabilidad el virus ya ha viajado más allá de las fronteras de China.
- Aproximadamente un mes más tarde, entre finales de enero y principios de febrero, la situación en Wuhan y la provincia de Hubei es tan alarmante que el gobierno central decide intervenir e impone medidas extremadamente drásticas, que incluso se extienden a todo el país. El número de contagios es tan enorme, porque la enfermedad se extiende con mayor rapidez por ejemplo que la gripe común, que los casos graves colapsan el sistema sanitario y los fallecidos empiezan a contarse por centenares. China decide sacar músculo y realiza un despliegue sin precedentes para demostrar que puede abordar la situación. Miles de sanitarias y sanitarios acuden de forma voluntaria a Wuhan como refuerzo, se construyen hospitales en un tiempo récord y se emplea la tecnología 5G y el llamado big data para ponerlos al servicio de la lucha contra la epidemia, ya conocida como COVID-19. Mientras tanto la población de Hubei queda confinada en sus casas, la actividad económica e industrial se detiene por completo y se imponen restricciones extremas en los desplazamientos. El resto del mundo toma medidas para aislarse de China y empiezan a aparecer las primeras teorías de la conspiración, como la que dice que el virus es un arma biológica creada por Estados Unidos para doblegar a sus rivales chinos o aquella otra que habla acerca de un accidente en un laboratorio secreto en Wuhan. Sin embargo para entonces el virus ya ha empezado a circular, libre e imperceptiblemente, por toda Europa. No nos alarmamos porque sencillamente se habla de casos aislados, a buen seguro importados, y eso es lo que decidimos creer.
- A lo largo de todo el mes de febrero, mientras China libra su batalla para contener al COVID-19 en Hubei, los casos en otras partes del mundo se multiplican. Es un rumor de tormenta que se aproxima hacia nosotros. Aparecen clústers (focos de contagio) en el norte de Italia, sin que se sepa muy bien cómo ha llegado el virus hasta allí. El país transalpino empieza a adoptar restricciones a nivel local, que mucha gente no respeta todavía, en Alemania se hace lo propio en el acceso a residencias de ancianos (uno de los colectivos más vulnerables) al tiempo que se preparan para realizar el mayor número de test posibles, mientras en Francia se prohíben las reuniones de más de 5.000 personas. Medidas limitadas, aisladas. Al otro lado del Atlántico Donald Trump resta importancia al que llama "el virus chino", como si Estados Unidos fuera a quedar a salvo de la amenaza. Pero lo cierto es que para finales de ese mes el COVID-19, todo y que la OMS todavía no lo declara oficialmente, ya se ha extendido por buena parte del planeta convirtiéndose en pandemia. Entretanto las teorías de la conspiración hablan ahora de reuniones medio secretas, celebradas hace pocos meses por súper villanos de las finanzas y la industria farmacéutica con intención de implementar el escenario de una futura pandemia, cuyos objetivos no estarían del todo claros (enriquecerse más todavía con los tratamientos y las vacunas, un proyecto eugenésico para deshacerse de los ancianos, provocar una catástrofe global para imponer un nuevo orden mundial o, en su defecto, lo que mejor le parezca a cada teórico de la conspiración).
- Llegamos a nuestros particulares idus de marzo, cuando el foco de la pandemia se traslada de Asia a Europa. Lo mismo que sucedió allí pasa también aquí. El virus ha circulado libremente durante semanas, hasta infectar al número suficiente de personas como para que los casos graves que precisen hospitalización se multipliquen amenazando con colapsar el sistema sanitario. Es entonces cuando, cada uno por su cuenta, los distintos gobiernos europeos empiezan a aplicar restricciones (cierre de fronteras, limitación de movimientos, confinamiento, paralización parcial de actividades...). A falta de vacunas u otras herramientas médicas más efectivas, la única manera de frenar la rápida expansión del COVID-19 es el aislamiento social, de manera tal que los contagios se ralenticen y dar tiempo así al sistema sanitario para que pueda absorber los casos más graves. Nada de eso impedirá sin embargo que en Italia, España, Francia, Reino Unido, Alemania... los fallecimientos empiecen a contarse por cientos e incluso miles. Mientras tanto en China, en el origen de la pandemia, la situación se revierte y la crisis parece superada.
- De esta manera llegamos a donde estamos ahora, tras varias semanas de confinamiento y estado de alarma aquí en nuestro país. A día 3 de abril había más de un millón de casos confirmados de COVID-19 en todo el mundo (cerca de 120.000 sólo en España), de los que unos 225.000 son personas que ya se han recuperado (más de 30.500 en España) y se han producido cerca de 59.000 muertes (casi 11.200 en España). El foco de la pandemia parece trasladarse de Europa a Estados Unidos, todo y que en el Viejo Continente hay países, como por ejemplo el Reino Unido, que parecen estar en una fase más temprana del brote epidémico. Ahora las teorías de la conspiración, que en este escenario cambiante caducan antes que la leche cruda sin pasteurizar, hablan de que el coronavirus ha sido propagado por China para debilitar a Occidente y así alzarse con la supremacía global. Veremos a ver dentro de unas semanas qué es lo que se inventan los opinadores de turno. En realidad todavía es pronto para saber cómo se desarrollará la crisis, pero según los modelos matemáticos de la epidemia elaborados por expertos del Imperial College de Londres (ver el trabajo aquí) el número de personas infectadas superaría en mucho al de los casos confirmados (en España podrían ser por ejemplo unos 7 millones), por lo que si se levantan las restricciones demasiado pronto podría haber repuntes peligrosos. Una vez más, a falta de una vacuna que nos permita adquirir inmunidad forzada, la contención de los contagios será la única medida que nos permita moderar las sucesivas oleadas que se vayan produciendo. Es decir, continuar con las restricciones y el aislamiento social en la medida de lo posible. Así hasta que se alcance una relativa inmunidad de grupo a escala global dentro de unos 18 meses. No parece muy halagüeño pero es lo que hay.
Podemos echarle la culpa a quién queramos para tratar de descargar sobre él el peso de toda la responsabilidad de lo sucedido. Podemos culpar al actual gobierno progresista de coalición, por actuar sin la previsión suficiente, tomando decisiones sobre la marcha y sobrepasado por las circunstancias. Podemos echarle la culpa a los anteriores gobiernos del Partido Popular, por su política de recortes y privatizaciones que dejó sin medios y efectivos suficientes a la sanidad pública y condenó al ostracismo a gran número de investigadores e investigadoras. Podemos echarle la culpa a la Unión Europea, a sus troikas, al BCE y a la Alemania de Angela Merkel, por imponer sus políticas neoliberales de austeridad a los pobres países del sur de Europa, así como por no dar una respuesta conjunta y más enérgica a la crisis. Podemos echarle la culpa a la globalización y el capitalismo financiero, por crear las condiciones ideales para una pandemia y desestabilizar economías y sociedades en numerosos países. Podemos echarle la culpa también a los chinos, por tener la costumbre de comer murciélagos y todo tipo de bichos asquerosos, no respetar las más mínimas condiciones de higiene en sus sucios mercados al aire libre y haber extendido la enfermedad por todas partes. Por culpar podemos echar la culpa incluso a todos esos incívicos que, incluso a día de hoy, siguen sin respetar el confinamiento.
Señalar a un culpable, ponerle nombre y apellidos, puede tener una utilidad catártica, tranquilizadora. Porque es mucho más difícil aceptar la realidad del COVID-19. Nos enfrentamos a una fuerza desatada de la Naturaleza, un enemigo sin rostro ni forma que actúa de manera caprichosa, sin perseguir ninguna finalidad en sí mismo aparte de replicarse una y otra vez en el interior de sus anfitriones. Es para lo que están programados los virus. El problema es que, al hacerlo, pueden terminar matando a algunas personas ¡Qué asombroso resulta llegar a pensar que el mundo entero, el aparentemente todopoderoso Homo tecnológico del siglo XXI, capaz de enviar sondas espaciales a los confines del Sistema Solar y de controlar la energía que se esconde en el interior del núcleo del átomo, se encuentre ahora a merced de algo tan insignificante, tan nimio! Según las propias estimaciones del Imperial College de Londres, la pandemia podría llegar a matar a alrededor de 20 millones de personas en todo el mundo. Aun cuando llegara a acabar con el doble de gente estaríamos hablando de cifras comparables a las de la gripe de 1918 (conocida comúnmente como "gripe española"), pero en un tiempo en el que hay muchísimas más personas viviendo el planeta (en aquel entonces éramos unos 1.800 millones y ahora somos 7.700 millones). De cumplirse las peores previsiones estaríamos hablando de aproximadamente el 0,5% de la población mundial, lo que en términos numéricos ni llegaría a hacernos cosquillas como especie.
Sin embargo, y ahí reside la amarga ironía, la civilización y sociedad que hemos creado nos han hecho increíblemente vulnerables al SARS-CoV-2. En el pasado preindustrial la mayoría de la gente residía en comunidades rurales relativamente reducidas, vivía de la tierra y de criar animales y viajaba más bien poco o nada; de hecho muchas de esas personas jamás salían de sus comunidades, pues toda su vida se enmarcaba dentro de un área relativamente pequeña. En un contexto así una enfermedad como el COVID-19 se habría expandido de forma mucho más lenta y progresiva y, dado que la gente se enfrentaba habitualmente a un gran abanico de enfermedades letales frente a las que solía estar indefensa, algo así quizá hubiera pasado bastante desapercibido. Hoy por hoy sin embargo la gran mayoría vivimos en ciudades densamente pobladas, en las que te terminas cruzando con gran cantidad de gente todos los días, estamos acostumbrados a desplazarnos de forma habitual (a veces distancias enormes que nos llevan en cuestión de horas al otro extremo del mundo) y, para mantener nuestro modo de vida, dependemos por completo de una red de infraestructuras, bienes y servicios tan compleja y tan vasta, que sólo puede funcionar manteniendo interconectados a millones y millones de individuos a lo largo y ancho del globo. Cuando algunos de los elementos de ese sistema tan exquisitamente complejo empiezan a fallar, porque se impone por ejemplo un confinamiento que obliga a paralizar un gran número de actividades, todo se resiente. Con centros educativos, comercios, oficinas y lugares de ocio clausurados, sin actividad turística y con la industria bajo mínimos, con buena parte del tráfico internacional de personas y mercancías interrumpido, una civilización global no puede funcionar con normalidad. Nada de esto habría afectado a la gente de hace unos siglos, sencillamente porque no existía y por eso no lo necesitaban para subsistir, algo que desde luego no nos pasa a nosotros porque crecimos en un mundo por completo distinto. Eso es lo que nos ha traído la pandemia. Despertando de nuestro acomodado sueño de progreso y prosperidad, hemos descubierto nuestra vulnerabilidad.
Pero a mi entender una de las lecciones que se pueden extraer de esta crisis, es que también hemos empezado a descubrir qué cosas son esenciales en nuestras vidas y cuáles no. Desde luego reyes y princesas no son esenciales, como tampoco lo son los futbolistas que cobran sueldos millonarios, los tertulianos tóxicos y sus teorías de la conspiración e incluso los líderes religiosos. Sin embargo sí dependemos de un gran número de trabajadoras y trabajadores que, día tras día y con riesgo para su salud y la de sus familias, mantienen en funcionamiento los elementos básicos de nuestra sociedad evitando que se desmorone. Personal sanitario, personal de limpieza, policías, bomberos, quienes trabajan en supermercados y otros establecimientos (como por ejemplo farmacias) que ponen a disposición de la población los productos básicos, transportistas que hacen llegar diariamente esos mismos productos a los puntos de venta, personal técnico y de mantenimiento encargado del funcionamiento de las infraestructuras esenciales... Y, por supuesto, todos los equipos científicos que, colaborando como nunca antes a nivel internacional, están librando una batalla contra el nuevo coronavirus, con el objeto de desentrañar sus secretos y hallar una vacuna que nos inmunice contra él. Porque en última instancia será la Ciencia la que termine dándonos las respuestas para solucionar definitivamente esta crisis. Muchos se habrán quedado por el camino, muchos más quizá tarden años en recuperarse física o económicamente del golpe recibido, porque es como si estuviéramos viviendo en tiempo de guerra. No obstante, como cuando todas las guerras finalmente acaban, pasado un tiempo regresaremos a la normalidad. Lo que es seguro es que después de esto algo habrá cambiado en el mundo y también dentro de nosotros mismos. Esperemos que eso nos sirva como lección para no repetir los errores del pasado, si bien hay una cosa que tengo muy clara. Por mucho que avancemos la Naturaleza siempre tendrá la última palabra. Hoy ha sido una nueva clase de virus, mañana seguramente el Cambio Climático y después nadie sabe. Así funciona el mundo en que vivimos y así va a seguir funcionando.
M. Plaza
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