Vivimos en un país en el que el consumo de cocaína y otras drogas está tan normalizado que ya forma parte de la vida cotidiana de muchísimas personas. Bienvenidos a Farland, la tierra donde los cuartos de baño se usan para más cosas que hacer tus necesidades.
Esta reveladora infografía muestra una estimación, realizada en 2014, del porcentaje de población adulta de distintos países de la UE que admitió haber consumido cocaína, al menos una vez, a lo largo de los últimos 12 meses. Como podemos observar España ocupa un lugar destacado en el ranking, dónde al parecer sólo nos superan los ingleses (Fuente: Vice).
|
"Qué ganas tengo de que lo pillen de cara a la carpeta, a ver si así se le cae el pelo ya de una puta vez". Esta frase, u otra bastante parecida, pude escucharla hace ya tiempo de boca de un conocido en referencia al nada ejemplar comportamiento de un agente de la policía local del municipio donde vivía. No era el único que estaba hasta los mismísimos de semejante sujeto y sus corruptelas, que llevaba a cabo con flagrante impunidad en virtud de su uniforme y su placa, y en torno a eso iba precisamente el tema de conversación. Ahora bien, ¿qué diablos significa la expresión "de cara a la carpeta"? Sacada totalmente fuera de contexto la frase no resulta fácil de descifrar, bien podría significar casi cualquier cosa. Sin embargo todo tiene que ver con el uso que realizaba de la susodicha carpeta el agente en cuestión, a saber, una superficie como otra cualquiera donde manipular la cocaína para prepararla en la forma de las clásicas rayas listas para esnifar, puesto que el tipo, para más inri, también estaba enganchado al "mágico polvo blanco". No quiero destacar aquí el hecho de que, en un determinado lugar que no mencionaré, permaneciera en activo un policía corrupto y cocainómano, por muy lamentable que esto resulte. Más bien quiero centrarme en la ya mencionada expresión que aquel conocido empleó, ese "de cara a la carpeta", porque ni yo ni ninguno de los demás que lo estaba escuchando tuvo el menor problema a la hora de entender de qué estaba hablando. De hecho tampoco lo hubiéramos tenido si se hubiese referido a cualquier otra persona y en otro contexto.
¿Qué pretendo mostrar con esta historia? Algo tan simple como que la cocaína y otras drogas están tan integradas en nuestra sociedad, que la jerga específicamente relacionada con ellas resulta fácilmente comprensible para mucha más gente de lo que imaginamos. Por eso nadie se queda fuera de juego cuando escucha expresiones como "pintar", "gramo", "atador", "mandanga" o "hacerse un tirito". Todas esas palabras pueden tener otros significados o acepciones, pero casi cualquiera no dudará a la hora de asociarlas a lo que podríamos denominar como "terminología farlopera", si bien no todas sí al menos algunas de ellas. Es algo que está ahí, permanece enterrado a muy poca profundidad de la superficie de las apariencias, ese mundo donde todos aparentamos ser más o menos unos ciudadanos ejemplares que no tienen nada (o casi nada) que ocultar. Sin embargo rascando un poco esa superficie encontramos otra realidad, la que todo el mundo conoce y tiene asumida, pero que no suele reconocer más que en círculos íntimos. Una realidad de viajecitos al cuarto de baño en grupo, tarjetas de crédito con sospechosos rastros blancos, noches que se alargan mucho más de la cuenta y trapicheos más o menos visibles.
Y es que en relación a las drogas en general, y la cocaína en particular, España es un país que ofrece dos caras, como seguramente la ofrecerán otros muchos. Una es la cara institucional, la que nos muestran las autoridades, los medios de comunicación (e intoxicación) de masas y a la que la mayoría de la gente prefiere adherirse en público. Desde esta perspectiva institucional el consumo de drogas se nos muestra como algo propio de perdedores, fracasados e inadaptados, todos esos que en algún momento de su vida se descarriaron desviándose por el sendero de la marginalidad y la perdición. Chicos y chicas sin estudios ni trabajo, sin oficio ni beneficio en resumidas cuentas, que deambulan día y noche como zombis por las calles a la búsqueda de la próxima dosis y han terminado convertidos en la desgracia de sus familiares y la vergüenza de sus amigos. Perdidos, excluidos, sin rumbo, escogen la delincuencia como forma de vida y su suerte es acabar como carne de presidio. Ése es el discurso oficial que tenemos interiorizado, al menos de cara a la galería, tanto es así que hasta ciertos estudios psicológicos y sociológicos reputados parecen corroborarlo. El famoso Estudio Dunedin, llamado así por la localidad neozelandesa donde se llevó a cabo durante años, divide a los individuos en una serie de perfiles de personalidad bien definidos, cinco en total. Uno de esos perfiles se denomina subcontrolado y responde al de aquellas personas con escaso autocontrol, de tendencias violentas, incapaces de tener un empleo estable y dadas a tener problemas con las autoridades, el alcohol o las drogas. A saber, si encajas en este perfil muy posiblemente terminarás consumiendo drogas y delinquiendo, por lo que tu destino es pasar una temporada entre rejas. Y también al contrario, si respondes a los otros perfiles, en especial a los considerados como "positivos" (seguro de sí mismo, reservado o bien adaptado), no te preocupes por las drogas porque jamás te tentarán cuando llamen a tu puerta. De hecho, y haciendo caso al citado estudio, sólo un 10% de la población respondería al perfil subcontrolado y por tanto propenso a abusar del alcohol y las drogas.
¿Será todo eso cierto? Asociar drogas con marginalidad y delincuencia es ya algo automático, al menos en ese sentido el discurso institucional sí que va acorde con la percepción general. Buena parte de esa culpa la tuvo la irrupción de la heroína, que llegó a nuestro país a finales de los 70 y, a lo largo de la década siguiente, devastó barrios enteros en numerosas ciudades llevándose consigo la vida de miles de jóvenes. Sus principales víctimas se hallaron en las periferias obreras y humildes de las grandes urbes, donde su llegada provocó una auténtica epidemia de criminalidad, enfermedades que se trasmitían vía jeringuilla y muertos vivientes vagando por las calles (al respecto recomiendo el siguiente artículo Heroína y Transición: ¿narcóticos de Estado o síntoma de una sociedad rota?). La heroína todavía sigue ahí hoy día, no pega tan fuerte como cuando yo era niño o al menos eso parece, pero ha quedado como un claro exponente del binomio drogas-marginación. Y el discurso oficial sigue insistiendo en eso de que el resto de drogas son como la heroína y, de consumirlas, te llevarán por el mismo terrible camino.
¿Qué pretendo mostrar con esta historia? Algo tan simple como que la cocaína y otras drogas están tan integradas en nuestra sociedad, que la jerga específicamente relacionada con ellas resulta fácilmente comprensible para mucha más gente de lo que imaginamos. Por eso nadie se queda fuera de juego cuando escucha expresiones como "pintar", "gramo", "atador", "mandanga" o "hacerse un tirito". Todas esas palabras pueden tener otros significados o acepciones, pero casi cualquiera no dudará a la hora de asociarlas a lo que podríamos denominar como "terminología farlopera", si bien no todas sí al menos algunas de ellas. Es algo que está ahí, permanece enterrado a muy poca profundidad de la superficie de las apariencias, ese mundo donde todos aparentamos ser más o menos unos ciudadanos ejemplares que no tienen nada (o casi nada) que ocultar. Sin embargo rascando un poco esa superficie encontramos otra realidad, la que todo el mundo conoce y tiene asumida, pero que no suele reconocer más que en círculos íntimos. Una realidad de viajecitos al cuarto de baño en grupo, tarjetas de crédito con sospechosos rastros blancos, noches que se alargan mucho más de la cuenta y trapicheos más o menos visibles.
Y es que en relación a las drogas en general, y la cocaína en particular, España es un país que ofrece dos caras, como seguramente la ofrecerán otros muchos. Una es la cara institucional, la que nos muestran las autoridades, los medios de comunicación (e intoxicación) de masas y a la que la mayoría de la gente prefiere adherirse en público. Desde esta perspectiva institucional el consumo de drogas se nos muestra como algo propio de perdedores, fracasados e inadaptados, todos esos que en algún momento de su vida se descarriaron desviándose por el sendero de la marginalidad y la perdición. Chicos y chicas sin estudios ni trabajo, sin oficio ni beneficio en resumidas cuentas, que deambulan día y noche como zombis por las calles a la búsqueda de la próxima dosis y han terminado convertidos en la desgracia de sus familiares y la vergüenza de sus amigos. Perdidos, excluidos, sin rumbo, escogen la delincuencia como forma de vida y su suerte es acabar como carne de presidio. Ése es el discurso oficial que tenemos interiorizado, al menos de cara a la galería, tanto es así que hasta ciertos estudios psicológicos y sociológicos reputados parecen corroborarlo. El famoso Estudio Dunedin, llamado así por la localidad neozelandesa donde se llevó a cabo durante años, divide a los individuos en una serie de perfiles de personalidad bien definidos, cinco en total. Uno de esos perfiles se denomina subcontrolado y responde al de aquellas personas con escaso autocontrol, de tendencias violentas, incapaces de tener un empleo estable y dadas a tener problemas con las autoridades, el alcohol o las drogas. A saber, si encajas en este perfil muy posiblemente terminarás consumiendo drogas y delinquiendo, por lo que tu destino es pasar una temporada entre rejas. Y también al contrario, si respondes a los otros perfiles, en especial a los considerados como "positivos" (seguro de sí mismo, reservado o bien adaptado), no te preocupes por las drogas porque jamás te tentarán cuando llamen a tu puerta. De hecho, y haciendo caso al citado estudio, sólo un 10% de la población respondería al perfil subcontrolado y por tanto propenso a abusar del alcohol y las drogas.
¿Será todo eso cierto? Asociar drogas con marginalidad y delincuencia es ya algo automático, al menos en ese sentido el discurso institucional sí que va acorde con la percepción general. Buena parte de esa culpa la tuvo la irrupción de la heroína, que llegó a nuestro país a finales de los 70 y, a lo largo de la década siguiente, devastó barrios enteros en numerosas ciudades llevándose consigo la vida de miles de jóvenes. Sus principales víctimas se hallaron en las periferias obreras y humildes de las grandes urbes, donde su llegada provocó una auténtica epidemia de criminalidad, enfermedades que se trasmitían vía jeringuilla y muertos vivientes vagando por las calles (al respecto recomiendo el siguiente artículo Heroína y Transición: ¿narcóticos de Estado o síntoma de una sociedad rota?). La heroína todavía sigue ahí hoy día, no pega tan fuerte como cuando yo era niño o al menos eso parece, pero ha quedado como un claro exponente del binomio drogas-marginación. Y el discurso oficial sigue insistiendo en eso de que el resto de drogas son como la heroína y, de consumirlas, te llevarán por el mismo terrible camino.
Pero como decía ésta es la cara institucional en relación a las drogas, porque luego tenemos la real, la de la calle o la del día a día. Y esa realidad es muy distinta y muchas veces poco tiene que ver con el inframundo de los perdedores e inadaptados que subsisten al margen de la sociedad.
La coca la consume quien ahora está sentado a tu lado en el tren y la ha tomado para despertarse esta mañana, o el conductor que está al volante del autobús que te lleva a casa porque quiere hacer horas extra sin sentir calambres en las cervicales. Consume coca quien está más próximo a ti (...). Si no es tu hijo, es tu jefe. O su secretaria, que esnifa sólo el sábado para divertirse. Si no es tu jefe, es su mujer, que lo hace para dejarse llevar (...). Si no son ellos, es el camionero que trae toneladas de café a los bares de tu ciudad y no podría resistir todas esas horas de autopista sin coca. Si no es él, es la enfermera que está cambiando el catéter a tu abuelo y la coca hace que le parezca todo más liviano, hasta las noches.
Éste es el contundente inicio de "Zero, Zero, Zero (Cómo la cocaína gobierna el Mundo)", uno de los últimos libros del exitoso periodista y escritor italiano Roberto Saviano, autor de "Gomorra", que muestra mejor que nadie la auténtica dimensión de esta realidad extraoficial. Nada de fracasados incapaces de encontrar un empleo y que no tienen donde caerse muertos, o maleantes que tarde o temprano darán con sus huesos en la cárcel; tampoco algo propio de estrellas del rock y artistas en general, que ya sabemos que son todos unos viciosos. La cocaína está por todas partes a nuestro alrededor y seguramente mucho más cerca de lo que muchos se imaginan. Puede que se introdujera hace décadas como una novedad en determinados círculos, digamos, underground, tal y como han hecho otras muchas drogas. Pero desde ahí ha ido conquistando más y más espacios hasta ser un producto de consumo habitual u ocasional de millones y millones de personas en todo Occidente (concretamente más de 17 millones en la Unión Europea, según el último Informe europeo sobre drogas 2017). Es una realidad innegable por mucho que la versión institucional se esfuerce en hacernos creer lo contrario. Mucha gente esnifa de manera rutinaria cuando sale de marcha los fines de semana, es algo que tienen tan interiorizado como tomarse unas cervezas o unos gin tonics, y seguramente la noche no resulta tan divertida si no hay polvo blanco a la vista. Otros tantos la consumen como estimulante para mantener el ritmo de sus rutinas laborales y, como ejemplo, ahí tenemos los sectores de la hostelería y la restauración, donde una amiga (que trabajó durante años como camarera) me reveló un día que la cocaína junto con el speed (la otra droga estrella en este sector) se usan ampliamente para poder sobrellevar las a menudo maratonianas, extenuantes y estresantes jornadas de trabajo. Que no vengan ahora determinados chefs televisivos de éxito a decirnos, a través de spots publicitarios, que para sostener la febril actividad en los fogones sólo son necesarios los complejos vitamínicos. Porque, una vez más, las drogas se esconden bajo esta lamentable pátina de hipocresía.
Y así en otros tantos ámbitos, lo cual llevar a reconocer a un servidor que también ha probado la cocaína en alguna ocasión. No es nada escandaloso, sólo una muestra más de lo extendido que está su consumo, porque difícilmente se puede salir por las noches sin toparse con alguien que la lleve encima, sea amigo o desconocido. Y más difícil será que no llegue la ocasión en que alguien, amigo o desconocido, te ofrezca probarla o tengas la ocasión de hacerlo por otros motivos. Porque en el mundo real, no en el de los discursos oficiales o la televisión, son legión los que consumen y continúan con sus vidas de ciudadanos corrientes. Otra cosa muy distinta serán los problemas que ello acarreará a largo plazo en la intimidad que nadie más ve, pero mientras tanto siguen tirando en el día a día. Y esto es así porque el consumidor de coca no está, ni de lejos, socialmente tan mal visto como el de heroína. Ser un "farlopero" no es tan terrible como ser un yonqui y eso también es algo que tenemos asumido todos. El universo de las jeringuillas infectadas, el papel de aluminio y las cucharillas ennegrecidas evoca una imagen sórdida de marginación, miseria, presidio y muerte. En cambio muchas de las cosas relacionadas con la coca continúan conservando una imagen de cierto glamour, de la vida a todo tren de los yuppies y la gente adinerada que pasa los días en yates de lujo y fiestas súper exclusivas. Sin ir más lejos ese glamour también lo tienen dos de los complementos más utilizados para consumirla, la tarjeta de crédito con la que se suelen preparar las rayas y el billete que se enrolla para formar el clásico canutillo con el que esnifarlas. Tanto la una como el otro son, sin duda, dos de los símbolos más poderosos de nuestra actual sociedad capitalista. La cocaína ha sabido muy bien de quién rodearse.
De esta manera es cómo el fabuloso polvo blanco ha terminado conquistando nuestro mundo. Lo toman personas tanto de izquierdas como de derechas, ateos y sujetos piadosos, animalistas y defensores acérrimos de la caza o la tauromaquia, aquellos que ni tan siquiera tienen el graduado escolar y doctores universitarios, inmigrantes sin papeles y altos cargos con responsabilidades en el Gobierno, parados de larga duración y altos ejecutivos de multinacionales. Sí, la coca convive entre nosotros y no conoce barreras de sexo, raza, religión, ideología o condición social. Se esnifa en las infraviviendas de los suburbios más marginales y también en las más exclusivas urbanizaciones donde se concentran las élites. Muy poco importa lo que quieran vendernos desde ese mundo imaginario que se proyecta hacia nosotros desde la televisión, esa "disneylandia" donde periódicamente nos muestran la enésima operación policial contra el tráfico de drogas. Porque estas sustancias van a seguir estando ahí, lo van hacer por el simple hecho de que el ser humano siempre ha consumido drogas, pues con toda seguridad ya lo hacía en la prehistoria. En otros tiempos se les daba un uso ritual y religioso, además de lúdico. Sin embargo hoy por hoy vivimos en una sociedad muy poco espiritual y el uso lúdico, el deseo de satisfacción inmediata, predomina por encima de cualquier otro. Y eso es algo que no va a cambiar en mucho, pero que mucho, tiempo a no ser que nuestra civilización sufra una trasformación tan drástica, tan salvaje, que ya ni seamos capaces de reconocerla. Además no debemos olvidar que la coca no está sola, ya que otras muchas drogas circulan con normalidad por nuestras calles. Hachís y marihuana, LSD, anfetaminas como el MDMA (bajo el aspecto de pastillitas de éxtasis o en su forma más potente, conocida como "cristal", que hace furor entre los jóvenes y, poco a poco, también entre los menos jóvenes), GHB (el también llamado "éxtasis líquido", que se usa en los eventos conocidos como chem sex, donde el consumo desaforado de drogas se mezcla con el sexo sin precauciones con desconocidos) y, cómo no, también la ineludible heroína. Seguramente me estaré olvidado de más de una.
En un momento del último film de Steven Spielberg, The Post (distribuida en España con el nombre de "Los archivos del Pentágono"), uno de los personajes revela cuál era seguramente una de las razones principales por la cual las distintas administraciones estadounidenses se negaban a retirarse de Vietnam y habían mentido sistemáticamente a sus ciudadanos al respecto. Y todo se traducía a algo tan prosaico como no querer reconocer la humillación de la derrota y pasarle "el marrón" a otro. En relación a la llamada "guerra contra las drogas" pasa a buen seguro exactamente lo mismo. Los responsables políticos y policiales se niegan a aceptar públicamente que es una guerra perdida, que las drogas vencieron hace tiempo porque la gente va a seguir buscándolas y consumiéndolas. Tanto es así que tanto unos como otros lo saben perfectamente, por mucho que no lo quieran reconocer abiertamente, y eso justificará sus sueldos y puestos de trabajo década tras década. Porque una cosa me queda bien clara. Si el día de mañana, por obra de algún increíble fenómeno mágico, todas las drogas conocidas desaparecieran de nuestras calles y fuera por completo imposible encontrar o fabricar más, la gente no tardaría demasiado tiempo en inventar cualquier otra forma nueva de colocarse. Tal vez esté en nuestra naturaleza y, simplemente, no podamos evitarlo.
Kwisatz Haderach
No hay comentarios:
Deja un comentario Tu opinión interesa
Comentarios sujetos a criterios de moderación.