Las señoras de la Tierra

Aunque no lo parezca las plantas son las señoras de la Tierra. Durante millones de años han modelado el planeta transformándolo por completo y, en última instancia, ciertas especies vegetales han modelado también al ser humano y a la civilización. En cierto modo son ellas, y no al revés, las que han dominado nuestras vidas domesticándonos.


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En apenas 10.000 años, y gracias a nuestros enconados esfuerzos,
el trigo ha pasado de ser una hierba más, que crecía sólo en los
montes de Oriente Medio, a alcanzar una distribución mundial.
       Muy a menudo las plantas son unos seres que pasan desapercibidos, ese elemento aparentemente inerte de nuestros paisajes que sólo sirve para hacerlos más bonitos y agradables a nuestra vista. Nos gustan los jardines floridos y los árboles de frondoso follaje, especialmente cuando proporcionan una buena sombra en los calurosos días de verano. Desde luego también usamos las plantas en nuestro propio provecho. Talamos en los bosques para obtener madera o leña con la que hacer fuego, extraemos principios activos de determinadas especies vegetales con los que producir todo tipo de medicamentos y, por supuesto, cultivamos de forma intensiva otro determinado número de especies de las que obtenemos buena parte de los alimentos que tomamos, materias primas de gran importancia, así como también el alimento del ganado que criamos para nuestro aprovechamiento particular. Esa es la historia que siempre nos han contado. Domesticamos a las plantas al igual que hicimos con ciertos animales, las sometimos a nuestra voluntad, las modelamos a nuestro antojo y, gracias a esta revolución agraria, la humanidad prosperó surgiendo de las sombras de la barbarie y la precariedad de la Prehistoria para alumbrar la civilización. Siempre hemos visto al Reino Vegetal como un universo de seres inferiores, pasivos y sin voluntad alguna, tradicionalmente supeditados a los animales y evidentemente a nosotros, los amos de la Creación. Las plantas como criaturas condenadas a protagonizar un papel secundario, de mero acompañamiento, en el largo drama evolutivo de la vida sobre la Tierra. Pero puede que esta historia que todos, o casi todos, hemos aceptado como válida no sea del todo cierta. Las plantas no son seres en absoluto pasivos e indefensos y, por increíble que pueda parecer, durante millones de años han hecho bailar a su son a otras muchas criaturas aprovechándose de ellas en su propio beneficio. Entre esas criaturas nos encontramos seguramente nosotros, la especie humana, cautivos de determinadas especies vegetales desde hace milenios. Veamos por qué.

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Representación artística de un bosque del periodo
Carbonífero. La exuberante vegetación que entonces
murió ha terminado formando las actuales reservas
de carbón. 
       Desde la noche de los tiempos las plantas, y sus arcaicas predecesoras las bacterias fotosintéticas, han venido modelando la Tierra en muchos aspectos. Vivimos en un planeta vegetal desde hace miles de millones de años. Fueron ellas las que transformaron la atmósfera y los océanos al llenarlos de oxígeno gracias a la fotosíntesis, lo que preparó el terreno para la aparición de las formas de vida complejas. Fue también este oxígeno molecular de origen vegetal el que, ascendiendo a los estratos más altos, terminó formando la capa de ozono, que nos protege de la radiación ultravioleta procedente del Sol y que en última instancia posibilitó que los animales conquistasen tierra firme. En el trascurso de las eras geológicas la expansión de las plantas fuera del agua modeló los paisajes de todo el mundo, se formaron bosques de todo tipo y, hace unos veinte millones de años, tuvo lugar la última de las transformaciones importantes con la expansión de las hierbas que formó sabanas y praderas en numerosos lugares. En todos los casos eran los animales, y no al revés, quienes debían adaptarse a estos cambios.
De hecho hasta el devenir la propia civilización humana ha dependido de lo que los vegetales hicieron en el pasado. El ejemplo más conocido es el de las primitivas junglas del periodo Carbonífero, donde crecían helechos y licopodios de dimensiones gigantescas, y que al morir y no descomponerse (pues todavía no existían los microorganismos y hongos capaces de hacerlo) se acumulaban capa sobre capa hasta que, millones de años después, se mineralizaron formando los actuales depósitos de carbón que se explotan en todo el mundo y que posibilitaron el advenimiento de la revolución industrial. Dicha revolución tampoco hubiera sido posible de no ser por algo que ocurrió muchísimo antes, durante el llamado periodo Sidérico (hace la friolera de 2.500 millones de años), cuando bacterias fotosintéticas y algas microscópicas primigenias protagonizaron lo que se conoce como la Gran Oxidación al comenzar a "envenenar" los mares con el oxígeno que desprendían como subproducto. Esto provocó que las sustancias ferrosas hasta entonces disueltas en el agua precipitaran depositándose en los lechos oceánicos, donde terminaron formando ingentes capas de mineral de hierro. Es este el hierro que nosotros venimos usando desde hace milenios, el hierro que es un componente fundamental del acero que también da forma a nuestra avanzada civilización. Una y otra vez las plantas están detrás de todo.

       Pero centrémonos en la relación de ciertos vegetales con el ser humano. Muy a menudo se nos presenta la conocida como revolución neolítica como uno de los grandes saltos de progreso experimentado por nuestra especie. La Prehistoria, o mejor dicho el Paleolítico, nunca ha tenido buena prensa y seguimos viéndola como un periodo oscuro y brutal en el que nuestros antepasados luchaban por sobrevivir a duras penas en medio de una Naturaleza atrozmente hostil. Aquellos hombres y mujeres de las cavernas malvivían soportando las inclemencias de la Edad de Hielo, protegidos con poco más que unos toscos abrigos hechos de pieles de animales, procurando mantener vivos sus fuegos porque siempre había fieras temibles al acecho, tales como los osos cavernarios o los grandes felinos dientes de sable, al tiempo que disponían de una tecnología increíblemente rudimentaria, poco más que unos cuantos utensilios de piedra tallada. Las suyas eran vidas cortas y brutales, la muerte siempre se encontraba a la vuelta de la esquina, tomando la forma de garras y colmillos, hambre, enfermedad o frío.
Pero entonces llegó la agricultura, ¡oh maravilla trasformadora! El ser humano ya nunca más se vería condenado a procurarse el sustento buscando sólo lo que la Naturaleza podía darle. Ahora podía controlar la producción de alimentos, acumular excedentes para los malos tiempos e incluso comerciar con ellos. De esta manera ya no era necesario vagar de un sitio para otro tras la caza, podías asentarte y no dedicar tanto tiempo ni a tantos miembros de tu grupo únicamente a la búsqueda de alimento, ya que lo producías al lado de donde vivías. Nació la especialización del trabajo, aumentó la población y eso nos puso en la senda que llevó de las aldeas a las primeras ciudades, de ahí a los reinos e imperios y a todo lo que trajo consigo nuestra civilización. Progreso al fin y al cabo.

       Tanto nos han repetido esta historia que parece un dogma incuestionable, las cosas no pueden ser de otra manera. Sin embargo no son pocos los investigadores que han empezado a cuestionarse esta visión tan asentada de lo que fue el salto desde la caza y recolección a la agricultura y la ganadería, entre ellos el destacado biólogo evolucionista Jared Diamond. Bien es cierto que, fruto de la selección humana de las variedades más provechosas y productivas, la práctica totalidad de las plantas cultivadas ha experimentado modificaciones asombrosas. El teosinte, ancestro silvestre del maíz cultivado, es una modesta mata de hierba con unas pequeñas espigas en nada parecidas a las voluminosas mazorcas repletas de gruesos granos a las que estamos acostumbrados; ni siquiera el porte de ambas plantas (la salvaje y la domesticada) es similar ¿Qué nos demuestra esto?, aparte claro está de que eso de los "productos naturales" no es más que un invento de marketing (a no ser que vayas a recolectarlos al bosque, por ejemplo). De entrada indicaría que el ser humano ha adaptado los cultivos a sus necesidades pero, ¿no nos hemos adaptado nosotros también a las suyas? ¿Quién ha terminado pagando un mayor precio por ello?

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Imagen de una mujer de la etnia san, nómadas
cazadores-recolectores del sur de África.
      Las evidencias extraídas a partir del análisis de los restos óseos de personas que murieron hace miles de años parecen claras. Si los comparamos con los cazadores-recolectores del Paleolítico, los agricultores del Neolítico eran de menor estatura, de huesos más frágiles y con mayor índice de malformaciones (lo que evidencia en muchos casos infecciones, avitaminosis y otras carencias alimentarias), presentado además numerosas muestras de desgaste o lesiones a edades tempranas (fruto de sobresfuerzos muy continuados), tenían las dentaduras mucho más estropeadas (muestra también de una alimentación deficiente) y, como norma general, su esperanza de vida era menor. Estas evidencias en el esqueleto se hacen extensivas a las gentes de tiempos históricos, ya sean del Antiguo Egipto, la Roma clásica o el medievo. En resumen, lo que todo esto nos indica, es que los miembros de las sociedades agrícolas tenían unas peores condiciones de vida, eran más propensos a las enfermedades y menos longevos que sus antepasados "cavernícolas". Los huesos nunca mienten y lo que nos dicen es que en la Prehistoria se vivía mejor de lo que nos pensábamos. Si nos atenemos a la forma de vida de los pocos grupos de cazadores-recolectores que aún hoy subsisten esto parece corroborarse, ya que comprobamos que esta gente pasa largas horas ociosa o durmiendo, dedicando relativamente poco tiempo a la búsqueda de alimento y otras obligaciones. Un ejemplo lo constituyen los nómadas san, también llamados muchas veces bosquimanos (que significa hombres del bosque), de los desiertos del sur de África. Se ha constatado que los grupos itinerantes de esta etnia apenas sí dedican unas doce o quince horas semanales a la búsqueda de alimento y otras materias con las que cubrir sus necesidades, el resto es tiempo libre ¿Alguien puede soñar en nuestra sociedad moderna con una jornada laboral así?

       Volviendo a comparar, ¿cómo es la vida del agricultor? Ni qué decir tiene que las faenas del campo son a menudo penosas y requieren interminables jornadas de dedicación. Nuestros cultivos son muy exigentes. Necesitan terrenos debidamente acondicionados, pues hay retirar piedras, arar y remover una y otra vez la tierra, eliminar malas hierbas y demás. También precisan ser regados con asiduidad, cuidados y protegidos frente a todo tipo de enemigos naturales (malas hierbas una vez más, hongos, insectos y otros animales que puedan devorarlos). Por último están las labores asociadas al propio ciclo de cultivo: roturación, siembra, replantado y recolección. En definitiva, el agricultor está atado a su cosecha porque depende por completo de ella, durante siglos no ha tenido otro modo de subsistencia y de procurarse el sustento. Si los cultivos fallaban no había nada que llevarse a la boca y el hambre causaba estragos. Y fue esta dependencia, esta entrega a unas plantas que se convirtieron en el centro de toda nuestra existencia, la que fue transformando nuestras vidas generación tras generación. Pasamos de nómadas a sedentarios, de alimentarnos de una gran variedad de plantas y animales a depender de uno o unos pocos cultivos, de poder variar nuestra dieta cuando algún recurso faltaba a sufrir la hambruna cuando se arruinaban las cosechas, de disfrutar de mucho tiempo libre a dedicar más y más horas al cuidado de los campos (castigando nuestros cuerpos con el duro trabajo necesario), de vivir dispersos a hacinarnos en aldeas y poblados donde la falta de higiene facilitaba la propagación de todo tipo de parásitos y enfermedades y, por último, de poder evitar conflictos con tribus enemigas marchándonos a otro lugar, a no tener más remedio que afrontarlos para defender nuestras tierras. La llegada de la agricultura supuso también el aumento de los enfrentamientos y las muertes violentas por estas disputas. No es que los agricultores neolíticos fueran más belicosos por naturaleza que los cazadores-recolectores paleolíticos, es que no les quedó más remedio que serlo. En ultima instancia fueron necesarias supraestructuras sociales que controlaran toda esta violencia para evitar el caos, lo que contribuyó al surgimiento del Estado, sus leyes y todos sus métodos de coerción y control, así como también a la aparición de las jerarquías y la desigualdad resultantes. Todo a causa de un grupo de plantas como el trigo, la cebada, el arroz o la patata.

       Desde esta perspectiva los cultivos nos han cambiado y muchísimo y, a nivel del individuo, desde luego no salimos ganando. La nuestra ha sido una relación muy desigual con estas plantas, porque lo que sí podemos decir es que, desde un punto de vista evolutivo, su éxito ha sido extraordinario gracias a que han terminado utilizándonos para propagarse por todo el planeta. Por mucho que de modo inconsciente, una auténtica jugada maestra por su parte. Sí, nos utilizaron. Durante siglos hemos talado bosques y despejado más y más terrenos para ellas, hemos eliminado sistemáticamente a cuantos competidores y enemigos pudieran tener, hemos desviado ríos y desecado áreas pantanosas para procurarles mejores hábitats e incluso hemos hecho la guerra y esclavizado a nuestros semejantes en su nombre. Todo esto lo hemos hecho allí donde terminamos llevándolas, a costa de esfuerzos y sacrificios inmensos, de trabajar hasta la extenuación. Así fue como cambiamos el mundo por un puñado de plantas, para que pudieran crecer por todas partes cómodas y tranquilas. Donde antes existieron amplias praderas donde pastaban todo tipo de animales, ahora se extienden los campos de trigo o maíz hasta donde alcanza la vista. Donde hubo exuberantes zonas húmedas, hoy sólo vemos interminables extensiones de arrozales. Allí donde crecieron tupidas junglas ancestrales, ya no quedan más que plantaciones de soja o algodón. Sea como fuere comunidades biológicas naturales enteras han desaparecido para albergar únicamente extensísimos monocultivos de estas pocas especies vegetales, que han triunfado de forma apabullante sobre todas las demás. Una conquista global que hicieron sin esfuerzo puesto que para eso nos tenían a nosotros. Quizá no esté tan claro quién domesticó a quién porque, en cierto modo, las plantas cultivadas nos han convertido en lo que ahora somos.

Mapamundi que muestra la extensión de las tierras cultivadas. Puede observarse que ya se está empleando prácticamente toda la tierra aprovechable para la agricultura. Buena parte de la misma se dedica a unas pocas especies (cereales, patata...), que se extendieron desde sus áreas de origen gracias al ser humano. Su éxito evolutivo resulta innegable.
 
       Grandioso logro si pensamos que, hace unos 10.000 años, los ancestros de los cultivos no eran más que humildes hierbas o matas que crecían junto a otras muchas en áreas localizadas de Oriente Medio, Europa, la región de los Andes o el sudeste asiático. Difícil encontrar en la Historia de la vida sobre la Tierra un relato de éxito tan fulgurante. Pero si la práctica de la agricultura es algo tan penoso y empeoró dramáticamente la vida de nuestros antepasados, ¿por qué terminó imponiéndose allá donde llegó a la caza y la recolección? La respuesta está en el aumento de la población, puesto que se podía producir mucha más cantidad de alimentos por unidad de superficie y eso daba para alimentar a un número creciente de bocas, por mucho que éstas estuvieran condenadas a trabajar hasta caer rendidas en los campos. Tal y como explica el historiador Yuval Noah Harari:

        ....el éxito evolutivo de una especie se mide por el número de copias de su ADN. Si no quedan más copias de ADN, la especie se extingue, de la misma manera que una compañía sin dinero está en bancarrota. Si una especie puede alardear de muchas copias de ADN, es un éxito y la especie prospera (...). Ésta es la esencia de la revolución agrícola: la capacidad de mantener más gente viva en peores condiciones.

Así de simple. Tanto los seres humanos como las plantas cultivadas podemos presumir de innumerables copias de nuestro ADN, somos triunfadores en la carrera evolutiva, aunque fuimos nosotros quienes pagamos con diferencia el mayor precio. No nos dimos cuenta porque los cambios fueron progresivos, transcurrieron a lo largo de milenios. Aunque algo ha quedado de ese trauma en la memoria colectiva de los pueblos, relatos alegóricos como el mito de Adán y Eva, que hablan de nuestra expulsión de un Edén y de aquello de "te ganarás el pan con el sudor de tu frente". Analizando esta historia debidamente desciframos su significado oculto, los cazadores-recolectores prehistóricos no comían pan y todos sabemos cuál es su ingrediente fundamental y de dónde se obtiene.

Este gráfico muestra claramente que, a pesar de los
altibajos, resulta realmente complicado erradicar
un cultivo como el del opio, empleado sobre todo
para la producción de heroína.
       Y ahora ocupémonos de un selecto grupo de plantas cultivadas que han encontrado una forma más asombrosa si cabe de manipularnos en su propio beneficio. Estamos hablando de aquellas que, no sabemos muy bien por qué, producen determinadas sustancias psicoactivas, narcóticas o alucinógenas, es decir, lo que comúnmente denominamos drogas. Nuestra relación con el tabaco (Nicotiana tabacum), la marihuana (Cannabis sativa), la planta de coca (Erythroxylum coca) y la adormidera o planta del opio (Papaver somniferum) es realmente insólita además de destructiva, pues ninguno de estos cultivos produce nada que necesitemos para sobrevivir, más bien todo lo contrario (ciertos usos terapéuticos aparte). Sin embargo tratamos con unas plantas que se las han arreglado para contar con legiones de seres humanos a su servicio, capaces de desvivirse por ellas, de sacrificar cuanto sea necesario por cuidarlas y protegerlas, la libertad incluso; hasta somos capaces de matar y morir por ellas. Habrá quien diga que en la base de todo está el negocio del narcotráfico, uno de los más lucrativos del mundo, pero una vez más desde un punto de vista evolutivo el triunfo es suyo. No somos conscientes de cuan poderosas son estas plantas, especialmente los llamados cultivos ilegales. Tiempo hace que los gobiernos del mundo les declararon la guerra, una guerra aparentemente sin cuartel que se ha cobrado cientos de miles de víctimas, que ha generado un sufrimiento inconcebible a millones de personas en todo el mundo (ya sea por la adicción a los estupefacientes, ya sea por la violencia relacionada con el narcotráfico) y en la que se han derrochado cantidades inmensas de dinero y recursos sin demasiados resultados. Día tras día soldados y agentes de la Ley destruyen plantaciones de cultivos ilícitos, encarcelan o matan a los esclavos humanos de estas plantas, mientras las autoridades lanzan campaña tras campaña para tratar de convencernos de lo nocivas que son las sustancias que producen. No sirve de nada. Nos enfrentamos a unos adversarios formidables, seres sin cerebro ni sistema nervioso, incapaces tan siquiera de moverse por sí mismos, pero que sin embargo han hallado la manera de penetrar en las mentes de millones de personas para dominarlas. De esta manera han asegurado su prosperidad y éxito evolutivo ¿Quién es el más fuerte y astuto?

       Volviendo al suplicio de los trabajos agrícolas y a todo lo negativo que tuvo la revolución neolítica, podemos pensar que a día de hoy hemos logrado eludir este chantaje vegetal. Gracias a la mecanización y los avances científicos la moderna agricultura industrializada es capaz de producir más alimentos que nunca en la Historia, con un esfuerzo mucho menor y, mejor aún, empleando una mínima cantidad de gente. Hoy por hoy vivimos mucho más que cualquiera de nuestros antepasados, sean de la época que sean, estamos mejor alimentados, más sanos y disfrutamos de un nivel de vida claramente superior, al menos en los países más desarrollados. Pero aun así los cultivos nos obligan a pagar un alto precio, sólo que en este caso lo hemos derivado al entorno y no sobre nosotros mismos. La agricultura moderna es dependiente del petróleo y otros recursos cuya extracción y uso están provocando un impacto ambiental insostenible en todo el planeta. Al final resultará que nuestra dependencia/sumisión a las plantas cultivadas nos conducirá a un callejón sin salida. Así que, cuando paseemos junto a un campo de trigo, contemplemos una plantación de patatas o nos encontremos frente a cualquier cultivo, detengámonos un momento a pensar acerca de qué estamos viendo. Es muchísimo más que un simple paisaje poblado por seres inferiores ante los que mostrar indiferencia, ya que nos encontraremos cara a cara ante las auténticas señoras de la Tierra.


N.S.B.L.D


Para saber más:

De animales a dioses. Yuval Noah Harari (Editorial Debate - 2014).
Plantas: dominar el planeta (serie documental).
De cómo el trigo domesticó al ser humano (La ciencia y sus demonios).
La revolución neolítica: ¿el peor error de la historia de la humanidad? (La ciencia y su demonios).


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