Los Juegos del caos

A punto de comenzar los Juegos Olímpicos de Río 2016, sale a la luz una realidad desoladora. Más allá de los numerosos problemas y escándalos relacionados con el evento lo que se pone en evidencia es la imposición de un proyecto corrupto, antisocial y terriblemente insolidario.


Una manifestante enarbola la bandera brasileña durante una protesta
convocada en la ciudad carioca.
      Apenas sí quedan unos días para que dé comienzo la primera cita olímpica que tendrá lugar en suelo sudamericano y los despropósitos, escándalos e inconvenientes de todo tipo no paran de multiplicarse. Infraestructuras todavía sin terminar o que no han sido puestas en funcionamiento, terribles deficiencias en los alojamientos de la Villa Olímpica, suciedad por todas partes, obras de instalaciones deportivas mal acabadas o con preocupantes defectos constructivos, contaminación fecal en las aguas del lago y la bahía donde tendrán lugar las competiciones de remo, piragüismo y vela, sobrecostes desorbitados, falta de fondos para cubrir otras necesidades de la ciudad, violencia desatada en las favelas, la preocupante amenaza del Zika... Río de Janeiro ha pasado de ser la cidade maravilhosa a convertirse en la "ciudad del caos". Más allá de cómo puedan desarrollarse los Juegos con tanto problema acumulado, todo esto ha puesto en evidencia además que el empeño, la alocada carrera más bien, de las autoridades por acoger un evento de semejantes dimensiones e importancia se ha realizado a costa de dejar en el camino otras muchas cosas. El poder político y económico se ha olvidado de los ciudadanos cariocas, de sus acuciantes necesidades y del caos social en el que se está sumiendo la ciudad, con tal de seguir adelante pase lo que pase. Ya no es sólo el ridículo o esperpento en el que pueden caer, como cuando ante las quejas de la jefa de la delegación australiana, Kitty Chiller, por el deplorable estado de sus dependencias en la Villa Olímpica, el alcalde de Río replicaba que "hasta les iban a poner a un canguro para que se sintieran como en casa". Más concretamente hablamos de la tragedia humana que vive la ciudad y que puede terminar sepultada por el evento.

      En 2009 todo era fiesta y optimismo, no sólo en la capital carioca, sino también a lo largo y ancho del país. Por aquel entonces, todavía con Lula da Silva como presidente, la nación presumía de una economía que, a pesar de los nubarrones de la crisis financiera global, parecía ir viento en popa. Los éxitos del gobierno del PT (el Partido dos Trabalhadores) resultaban notables, al menos en apariencia. El crecimiento económico sostenido a largo plazo se presentaba como una variable sólida, Brasil presumía de haber sacado a más de 30 millones de personas de la pobreza y de formar parte del flamante y selecto club de los BRICS (junto con China, Rusia, la India y Sudáfrica), países antes catalogados como "en vías de desarrollo" reconvertidos en gigantes económicos mundiales con un peso político cada vez mayor en el escenario internacional. A todo esto se unía el descubrimiento de uno de los yacimientos de petróleo más grandes del mundo, conocido como el Presal, que parecía asegurar un porvenir de prosperidad para el país. No en balde Brasil fundamentaba su portentoso desarrollo en el extractivismo centrado en los combustibles fósiles, tal y como hacían otras naciones latinoamericanas con gobiernos de corte izquierdista, tales como Venezuela, Ecuador o Bolivia. A esta fórmula de gobierno se la ha denominado "extractivismo progresista", explotar los ricos recursos naturales de la nación, sin tener en cuenta en la mayoría de casos el grave impacto medioambiental y sobre las comunidades afectadas, para mejorar la vida de la población que habita en las grandes áreas urbanas. Es en este escenario aparentemente tan halagüeño que los brasileños consiguen llevarse los Juegos para casa, la gran fiesta no había hecho más que empezar.

      Siete años después, ¿dónde ha ido a parar todo aquel sentimiento de euforia? El país está sumido en una crisis institucional, económica y social realmente grave. La corrupción que pudre a la mayor parte de la clase política y empresarial es sin duda uno de los problemas más acuciantes. Y, cómo no, dicha corrupción enfanga el escenario de los Juegos de Río hasta el último de sus rincones. En 2015, enmarcadas dentro de las complejas investigaciones de la Operaçao Lava Jato (Operación Lavado de Autos), la policía brasileña sacó a relucir el escándalo de las licitaciones fraudulentas relacionadas con las obras e infraestructuras que se erigirían en la capital carioca con motivo del gran evento deportivo. El caso alcanzaba de lleno a las dos constructoras más importantes del país, así como también a otras 25 firmas, que sobornaron a funcionarios y cargos electos para obtener los contratos, valorados en unos 10.000 millones de dólares US. Entretanto diversos cargos directivos de estas empresas se apropiaron ilegalmente de unos 2.000 millones de dólares, inflando presupuestos y practicando todo tipo de irregularidades contables. Se practicaron detenciones, las más sonadas las de los grandes empresarios Marcelo Odebrecht y Otávio Azevedo, pero el problema principal siguió sin solucionarse. Ya no es sólo todo el dinero que se ha esfumado para no volver, sino que esto se acompaña del hecho de que las obras de los Juegos se encontraban al 95% a un mes de iniciarse los mismos. Y aun acabadas algunas instalaciones dejan mucho que desear, como las del campo de vóley-playa de Copacabana, cuyas gradas han sufrido desperfectos por el embate de la resaca marina, al situarse dicho campo demasiado cerca del agua.

      La corrupción es un problema estructural en Brasil, lo impregna todo. Quedó en evidencia con el caso Petrobras, la gran petrolera brasileña, que salpica a toda la clase política del país. No estamos hablando sólo de cargos del PT, como el propio Lula, sino también de casi todos los demás partidos del arco parlamentario. Eso incluye también a buena parte de los representantes del PMDB (Partido do Movimento Democrático Brasileiro), al que pertenece el actual presidente en funciones Michel Temer. El turbio impeachment contra la ahora ex presidenta Dilma Rousseff no hizo más que añadir inestabilidad al estado de crisis reinante, puesto que la gran mayoría de quienes lo impulsaron están envueltos también en casos de corrupción. Para que nos hagamos una idea de lo que esto supone sólo las operaciones fraudulentas (sobornos a políticos y funcionarios de todas las escalas) relacionadas con la Operación Lavado de Autos ascienden a unos 55 billones de dólares US anuales. No resultaría tan devastador de no ser por el hecho de que ahora la economía brasileña no está pasando por su mejor momento. El déficit público está por las nubes, las tasas de desempleo se disparan y el país ha entrado en una recesión técnica. Y para acabar de empeorar las cosas el hundimiento de los precios del petróleo ha supuesto también el hundimiento de los ingresos por recaudación de royalties relacionadas con esta industria. Hablamos igualmente de miles de millones que ya no van a parar a las arcas del Estado.

     ¿Qué supone todo esto? Básicamente que, como los Juegos han de salir adelante a toda costa, todo lo demás no importa. Y esto traducido al escenario concreto de la ciudad de Río supone lo que se ha venido a denominar un "estado de calamidad". No es una denominación en sentido figurado, es una declaración oficial realizada por el gobernador de la región Francisco Dornelles. Aparte de los interminables atascos motivados por las obras inacabadas y otras incomodidades similares, el estrangulamiento presupuestario que afecta a las administraciones esta deviniendo en caos en los servicios públicos. Río de Janeiro son dos ciudades, el escaparate todavía sin terminar de los Juegos, y esa otra mitad de la que todo el mundo parece haberse olvidado. El descontrol es tal que numerosos funcionarios (profesores, sanitarios, policías...) no están cobrando sus salarios, o los reciben con notable retraso. Y como respuesta muchos llevan ya más de seis meses de huelga, con los consiguientes problemas de servicio que ello acarrea. Caos sobre caos y la población sufriendo las consecuencias: escuelas cerradas, centros de urgencias fuera de funcionamiento... Las protestas son constantes incrementando un clima de conflictividad social que puede resultar difícil de gestionar. Llegan incluso hasta el aeropuerto internacional de la ciudad, donde grupos de manifestantes reciben a los turistas enarbolando pancartas que rezan "Bienvenidos al Infierno".

Ocupación por las fuerzas armadas del Complejo favelado da Maré en el año 2014, zona norte de Rio de Janeiro. | FOTO: Naldinho Lourenço.
Unidades del ejército patrullando por las calles de la favela da Maré,
en la zona norte de Río de Janeiro. 
      Y por supuesto está el tema de la criminalidad y la violencia. Michel Temer ha prometido en todo momento que Río será una ciudad segura para los visitantes, tal y como prometieron también sus predecesores, pero eso no va ser una tarea tan fácil. Para conseguirlo unos y otros han movilizado de manera masiva a las fuerzas policiales e incluso a unidades del ejército. La consigna es clara, represión sin contemplaciones, muy especialmente en las depauperadas favelas. Y como resultado sólo durante el año pasado 645 personas fueron abatidas por la policía en dichos barrios, cerca del 80% eran de raza negra o mestizos. En lo que va de 2016 ya son más de un centenar. Las favelas de Río viven en un estado de guerra casi permanente desde 2009, algo que no sólo se manifiesta en las inaceptables "cacerías de negros" emprendidas por las fuerzas del orden, sino también en expropiaciones irregulares, desalojos forzosos o desapariciones bajo circunstancias sospechosas. Aquellos que se han visto afectados por el insaciable apetito de reestructuración urbanística alimentado por los Juegos pasan a engrosar las filas de los parias más desamparados, especialmente los menores, presa fácil de las bandas criminales, las redes de trata e incluso las represalias policiales arbitrarias. Todo por la ciega determinación de mostrar una cidade maravilhosa para uso y disfrute exclusivo de los turistas y gentes acomodadas del país. Hay que deshacerse de lo feo, "enterrar la mierda" como sea, aunque ésta se ha estado acumulando en tal cantidad que al final termina rebosando por donde menos lo esperas.

      Los promotores de los Juegos defendieron en su momento que el gran evento supondría una oportunidad única para la ciudad y para todo Brasil. Relanzaría la economía, se generarían un gran número de puestos de trabajo, Río quedaría trasformada para mejor, sería un escaparate para ofrecer el lado más amable y avanzado del país y, en definitiva, todos iban a salir ganando. A punto de comenzar las olimpiadas vemos como todas esas promesas han terminado ahogadas en un inmundo pozo de corrupción, abusos, conflictividad social, violencia y caos. En muchos casos los Juegos de Río han sacado a relucir la peor cara de Brasil. En vez de en una ciudad pensada para sus gentes, han devenido en un proyecto antisocial, insolidario y elitista que la ha empeorado provocando un daño que no se reparará fácilmente. Veremos si Río es capaz de sobrevivir a sus particulares Juegos del Caos.                                        


Kwisatz Haderach
 


Para saber más:

El caos social se instala en Río de Janeiro a días de los Juegos Olímpicos (Público).
Río de Janeiro está sumida en el caos para los Juegos (Diario Libre).
Brasil: un caos a sólo dos meses de los Juegos Olímpicos (20minutos).
Las amenazas que acechan a los Juegos Olímpicos de Brasil (Forbes).
Así sufre Río de Janeiro la represión policial previa a los Juegos Olímpicos (eldiario.es).
No a la violencia policial en los Juegos Olímpicos de 2016 (Amnistía Internacional).

 

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