Vigilar y castigar

Todavía son muchos los que piensan que vivimos en un Estado garantista, en el se respetan los derechos humanos y las libertades. Pero si arañamos la superficie empezamos a encontrar indicios que contradicen esa versión oficial. Es entonces cuando descubrimos los verdaderos mecanismos del poder basados en las premisas de vigilar y castigar a todo aquel que se desvía de la disciplina.


        En el año 1975 el filósofo e historiador galo Michel Foucault analizaba en su interesantísima obra Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión (Surveiller et Punir. Naissance de la prison) la transición que se dio en los sistemas penales occidentales a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Dicha transformación implicó que el encarcelamiento se convirtió en el procedimiento estándar para castigar a aquellos que infligían la ley, abandonándose las antiguas prácticas que implicaban el suplicio y los castigos punitivos públicos, que a la vez servían de demostraciones aleccionadoras para todo aquel que las presenciaba. Todo esto supone una serie de cambios no sólo en los procedimientos sancionadores, sino también en la filosofía que había detrás de los mismos y hasta incluso en la naturaleza de los delitos que se perseguían. A partir de ese momento la burguesía emergente pone especial énfasis en la persecución de los pequeños delitos contra la propiedad, que anteriormente se pasaban más por alto, el castigo deja de ser algo público para pasar a ocultarse tras los muros de la prisión, se centra más en el alma (o la mente) del individuo y no tanto en su cuerpo (los castigos físicos dejan de ser el elemento central del procedimiento penal) y se otorga una gran relevancia a la disciplina dentro de las instituciones penitenciarias, cuyo objetivo es modelar el comportamiento de los penados. Surgen con ello nuevos conceptos, como la  "economía del castigo" y el panoptismo, que persigue crear en el recluso la sensación de estar bajo una vigilancia permanente, lo que sirve como elemento disuasorio a las desviaciones en la disciplina; mecanismo que garantiza el ejercicio automático del poder sin que éste actúe de manera constante. Se trata en esencia de una optimización del sistema penitenciario para hacerlo más eficiente.
             
             Aunque no lo parezca las transformaciones anteriormente mencionadas han influido notablemente en la sociedad actual, pues las aplicaciones que se derivaron de ellas han terminado trascendiendo el ámbito carcelario para extenderse a otros muchos usos. La arquitectura de los espacios públicos, los modelos educativos, las regulaciones en el ámbito laboral y hasta disciplinas como la psicología o la psiquiatría, le deben mucho a esta nueva forma de hacer que se comenzó a poner en práctica en las prisiones. Tan sólo es cuestión de reflexionar un poco y descubriremos que, desde que tenemos uso de razón, nos vemos sometidos a uno u otro tipo de disciplina, a un conjunto de normas impuestas que deben respetarse de forma automática, dentro de un entorno controlado donde siempre existe una figura que simboliza la autoridad y que nos vigila. Sencillamente sufrimos una inmersión en esta clase de sistema. De los centros educativos (escuelas de primaria, institutos, centros de formación profesional...), pasamos a los centros de trabajo (ya sean fábricas, oficinas, tiendas, grandes almacenes o cualquier otro entorno laboral), para terminar nuestras vidas en residencias geriátricas. Obviamente el ambiente que pueda reinar en una escuela infantil o en una oficina corriente no tiene mucho que ver con un entorno plagado de delincuentes, pero las similitudes entre uno y otros no pueden ignorarse. Tan sólo varía la intensidad del régimen disciplinario y las condiciones de confinamiento. Los presos no pueden salir de prisión si no tienen un permiso, pero un alumno tampoco puede abandonar la escuela o el instituto durante las horas lectivas y un trabajador no puede ausentarse de su centro de trabajo en horario laboral.

             En todos estos lugares existe un código de sanciones que se aplican a aquellos que se desvían de las normas establecidas, en todos existen asimismo mecanismos que premian el "buen comportamiento" (entendido éste como cumplir a rajatabla con lo que la autoridad espera de ti, ser obediente y no provocar conflictos, trabajar más que los demás, etc.), en todos nos encontramos con sistemas de vigilancia y control que a menudo actúan sin estar actuando realmente. Tal vez no te atrevas a copiar en un examen porque temes que el profesor te descubra y te expulse. No robarás nada en el centro comercial porque sabes que hay cámaras vigilando y el personal de seguridad irá a por ti. Los mismos principios se pueden aplicar en todas partes. Aunque, eso sí, siempre habrá alguien dispuesto a saltarse las normas.

             Resulta lógico pensar que ser encarcelado es una condena mucho más humana y "civilizada" que ser azotado en una plaza pública, que te saquen los ojos, te corten la lengua o terminar desmembrado. Sin embargo el confinamiento en una institución en la que rige una estricta disciplina puede llegar a ser algo igualmente inhumano sin que medie ningún tipo de castigo físico, lo cual por desgracia ni tan siquiera se cumple en muchos casos. Como anteriormente se ha apuntado el castigo ha pasado de ser algo que se muestra públicamente para aleccionar a la masa, a convertirse en un procedimiento que se oculta a toda costa y que debe tener el menor número posible de testigos. Se evita con ello la humillación del reo ante miles de miradas curiosas, pero se deja un terreno abonado para la impunidad ante los abusos.

             Y ahí radica precisamente el problema. Desde el poder y los medios de comunicación dominados por el mismo se nos ha vendido desde hace tiempo la idea de que vivimos en una democracia plena, que el respeto a los derechos humanos impera salvo excepciones, lo mismo que la transparencia de la mayor parte de las instituciones del Estado, y que las fuerzas y cuerpos de seguridad, los funcionarios de prisiones y demás colectivos relacionados actúan de manera proporcionada en la mayoría de ocasiones. No es oro todo lo que reluce y, si atendemos a otras fuentes como por ejemplo Amnistía Internacional (1), la situación en nuestro país dista mucho de ser ideal. Los derechos a manifestarse y protestar seriamente amenazados, abusos de las fuerzas de seguridad, discriminación y recorte de derechos básicos de los extranjeros, violencia de género... Tan solo hay que ir repasando apartado por apartado para descubrir que, en materia de derechos humanos, todavía hay demasiadas cosas pendientes. Las conclusiones resultan preocupantes, pues nos dicen que, a día de hoy, las violaciones de derechos humanos en España se siguen produciendo de forma casi sistemática contra determinados colectivos (inmigrantes, marginados, detenidos, presos).

           Y, volviendo una vez más al sistema penitenciario, la prisiones pueden terminar convertidas más en un problema que en una solución. Un informe del sindicato de funcionarios de prisiones (ACAIP) ya señalaba en 2008 que el porcentaje de ocupación medio en las cárceles españolas se situaba en torno al 160%, estando en algunos establecimientos por encima del 300% (ver arriba), lo que en la práctica significa que alojaban a más del triple de reclusos de los que deberían alojar por diseño. Sería muy ingenuo pensar que, con la crisis, dicha situación ha mejorado. Todo y que en los últimos años la población reclusa se ha reducido (2), principalmente a causa de la expatriación de extranjeros, España sigue siendo uno de los países de la Unión Europea con un mayor ratio de presos por habitante. El hacinamiento continua siendo un problema acuciante en muchas prisiones y, en semejantes condiciones, la calidad de vida de los presos queda seriamente en entredicho, lo mismo que el respeto a sus derechos más básicos. A esto debe unirse la lamentable situación en los CIE (Centros de Internamiento de Extranjeros), donde se hacinan igualmente personas cuyo único delito ha sido desear un vida mejor, o incluso en los centros de menores (3), donde los abusos y las violaciones de derechos de los internos son alarmantemente frecuentes (no olvidemos que la inmensa mayoría de estos menores proceden de familias desestructuradas, en grave riesgo de exclusión social y de entornos marginales).

        Una vez más se puede pensar que estos problemas no trascienden al ámbito penitenciario o de la inmigración mal llamada "ilegal". Pero la falta de libertades y la limitación de derechos se extiende más allá, a entornos como por ejemplo las Fuerzas Armadas (4), donde la democracia y la transparencia jamás se implantaron, reina la impunidad y, en consecuencia, la tropa a menudo se ve sometida a la arbitrariedad de sus oficiales superiores. Por mucho que a algunos les suene a paranoia, esta obsesión por vigilar, controlar y sancionar a todo aquel que se desvíe de la disciplina, condiciona hasta tal punto las políticas de las democracias occidentales que estamos asistiendo a una preocupante deriva autoritaria (5).

         En cierto modo es como si el círculo se cerrase. Aquella filosofía que inspiró la transformación de los sistemas penitenciarios hace dos siglos impregna ahora muchos aspectos de nuestras vidas. Las técnicas para vigilarnos y controlarnos, ya sea en nuestras casas o fuera de ellas, son más invasivas que nunca. Cámaras de vigilancia se multiplican en espacios públicos y privados, una tendencia al alza; pronto estarán en disposición incluso de reconocer rostros "sospechosos" de manera automática (6). También es posible controlar lo que digas o hagas en Internet, pocos pueden escapar a los mecanismos de seguimiento y, si te pasas de la raya, tal vez la policía derribe tu puerta. Se controlan también los movimientos bancarios o el uso de las tarjetas de débito o crédito, si realizas una compra con una de ellas en determinado establecimiento, automáticamente la hora exacta de dicha transacción queda registrada y se puede emplear para realizar un seguimiento. Los smartphones y otros dispositivos como las tablets hacen furor, sin que muchos de sus usuarios sean verdaderamente conscientes de que se trata de terminales que ponen a disposición de cualquiera nuestras vidas privadas, cuando no pueden emplearse para averiguar nuestra localización exacta en todo momento. Así se podrían poner muchos ejemplos más. Y junto a ellos todo un entramado de normas y restricciones, cada vez más extenso y complejo, destinado a modelar nuestras vidas. Cómo debemos comportarnos en según qué lugares, lo que se puede o no puede hacer, incluso hasta lo que se puede decir y lo que no. Existen espacios de libertad, sí, pero no se puede dejar de tener la impresión que es una libertad vigilada. El riesgo a la sanción, al castigo si actúas de manera disconforme a como está establecido, siempre existe.

        El proceso bien podría llevarnos a la creación de un "Gran Hermano" global (si es que no existe ya) que haría palidecer a aquel otro imaginado por George Orwell en su novela 1984, donde analiza el funcionamiento de un estado totalitario pleno. El concepto del panoptismo llevado a su máxima expresión, pues en ese "mundo-prisión" todos tendrán la sensación de estar vigilados, una disciplina carcelaria aplicada a toda la sociedad. Y el simple temor al castigo condicionará las vidas de la mayoría.                              


                                                                                                                                       Kwisatz Haderach

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(1) Amnistía Internacional. Sección española.
(2) La población reclusa cae un 11,4% en cuatro años (20 minutos).
(3) "Si vuelvo, ¡me mato!" (Informe de Amnistía Internacional).
(4) Militares críticos se plantan ante los abusos en el Ejército (La marea).
(5) La sovietización de EE.UU (Pensamiento crítico. Vicenç Navarro).
(6) Sistema de seguridad reconoce entre 36 millones de rostros en un segundo.


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