Política y medios de comunicación: entretenimiento y espectáculo.

El debate político en los medios de comunicación no va más allá de un formato de entretenimiento y espectáculo. La opinión política y el diálogo libres son insuficientes para construir una sociedad democrática si no van acompañados de la posibilidad real de solucionar los problemas de los ciudadanos. 


Que la política vende como espectáculo es una afirmación que no precisa de evidencias que la justifiquen. Basta con considerar algunas cadenas televisivas que dedican alrededor de un 70 % de su programación diaria a temáticas directa o indirectamente relacionadas con la política. Del mismo modo, fenómenos como la blogosfera o la intensa actividad de twitter y otras redes sociales vienen a corroborar que los contenidos políticos apasionan e interesan.

Hoy por hoy, el derecho a la libertad de conciencia y expresión se ejerce como nunca en aquellos países que disfrutan de un sistema político que lo ampare y de unos medios tecnológicos que posibiliten su expansión. Pero lo que antaño pudo parecer un elemento inquietante e incómodo para la defensa del statu quo ha demostrado ser altamente inocuo, porque si bien la propia opinión se expresa con mayor libertad y publicidad que nunca, al mismo tiempo la distancia entre los gobernantes y los gobernados avanza a pasos de gigante, ridiculizando y desacreditando al modelo democrático existente.



De qué nos sirve poder expresar nuestras opiniones libremente en los medios on line o incluso observar como telespectadores pasivos cómo los grandes grupos de comunicación sacan a la luz los casos de corrupción de políticos de uno u otro bando. En el primer caso, desempeñamos un papel activo como twiteros, blogeros o usuarios de alguna red social y articulamos nosotros el discurso, tenemos nuestro momentito de gloria e incluso contribuimos al debate social. En el segundo, volvemos al papel tradicional de receptores de una comunicación unidireccional que transmite un mensaje altamente elaborado y controlado aunque nos parezca de lo más natural e incluso subversivo en ocasiones. Y si bien hay medios mayoritarios que denuncian sin tapujos los asuntos mafiosos de algunos políticos, la cosa simplemente queda ahí: el ciudadano se indigna desde el sofá, pero tras varias repeticiones finalmente se acostumbra y por último se aburre, permaneciendo frente a la pantalla en estado catatónico.

Tanto si somos participante activos en la elaboración del discurso mediático sobre política, como si somos meros espectadores, lo que sucede en ambos casos es que el medio que canaliza la expresión de un mensaje de tal naturaleza termina por neutralizar los efectos socialmente transformadores contenidos en dicho mensaje. Y lo que en un principio estaba destinado a generar debate, reflexión, búsqueda de soluciones y, finalmente acción para corregir los problemas existentes, se convierte en un mero espectáculo dirigido a la visceralidad de la audiencia por una razón muy simple: lo emocional crea adicción, la adicción comporta seguidores y éstos, ingresos por publicidad. 

Lo que prueba el grado de apatía y desafección por la política que sufren las sociedades occidentales es que la puesta en práctica de derechos fundamentales tales como la libertad de opinión, conciencia y expresión es insuficiente. La construcción de una auténtica sociedad democrática a través de instituciones que encarnen y realicen dichos derechos debe tener presente que la libre expresión de la propia conciencia no persigue sólo "decir públicamente lo que la ciudadanía piensa", sino sobre todo que a partir de dicha expresión libre del propio pensamiento la ciudadanía pueda, y pueda de verdad, plasmar en las leyes y en el ejercicio de la actividad política aquello que piensa. 

Si la ciudadanía puede hablar, escuchar e incluso saber toda la verdad, suponiendo que esto último llegue a ocurrir alguna vez, pero no puede dirigir y gobernar de facto en base a su voluntad libremente expresada, entonces la información, la opinión y el debate político se convierten en una acción sin propósito, o sin más propósito que entretener.

Ramón F

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