La agonía del periodismo

Sucesos como la detención de Julian Assange o el caso de las llamadas "cloacas de Interior", son buena muestra de lo gravemente amenazada que está la libertad de prensa ¿Asistimos a la agonía del periodismo tal y como lo conocíamos?


Moreno afirma que Assange intentó usar la embajada ecuatoriana como “centro de espionaje”      Que vivimos tiempos en los que la libertad de expresión está siendo ferozmente atacada es una impresión generalizada que muchos tenemos. Es como si ya no se pudieran cantar a viva voz determinadas canciones, contar según qué chistes, realizar depende de qué declaraciones... Todo parece sujeto a supervisión, muy especialmente en las redes, donde un omnipresente "gran hermano" vigila cualquier comentario, secundado por hordas de trolls siempre dispuestas a linchar en masa a todo aquel que no comparte sus opiniones. De un tiempo a esta parte hemos pasado de ver la censura como algo propio de otras épocas, casi como si de los tribunales de la Inquisición se tratara, a auto censurarnos en según qué contextos por temor a lo que pueda ocurrir o las sensibilidades que podamos herir. Flotan sobre nosotros los fantasmas de procesos judiciales contra raperos y otros cantantes, así como también contra humoristas o, simplemente, personas que realizaron determinados comentarios en las redes, únicamente porque ciertos colectivos e instancias judiciales consideraron que debían ser castigados por lo que expresaban. Delitos de opinión los llaman, como así vienen tipificados en el artículo 2.4 de nuestro Código Penal. Sí, puede resultar chocante, pero vivimos en un país en el que las opiniones pueden ser consideradas delito
     
     Todo esto a mí me parece bastante preocupante, ya que por mucho que haya opiniones que puedan resultar odiosas no dejan de ser simplemente eso, palabras que se lleva el viento. Entre lo que puede ser considerado un comentario desacertado, o incluso censurable, y la incitación persistente y deliberada a la violencia a menudo va un mundo y legislar en ese sentido es pisar terreno muy delicado. De combatir el odio podemos pasar fácilmente a reprimir formas de expresión que resulten incómodas para las instancias del poder. E incomodar al poder es un legítimo ejercicio de libertad.

     Y de incomodar a los poderosos ha ido precisamente en no pocas ocasiones el libre ejercicio de la profesión periodística. No en balde se entendía como un contrapeso que ponía en evidencia ante la opinión pública el mal hacer, las corruptelas y los trapos sucios de gobiernos, ilustres personalidades y grandes corporaciones. Todo en defensa de la verdad, ésa que el buen periodista está obligado a mostrar al mundo por muy fea que sea. Sin medias tintas, sin casarse con nadie y con total independencia; caiga quien caiga. Así es como vemos la figura del informador incorruptible, que siempre protege a sus fuentes y jamás se vende a poder político o económico alguno. Una figura mitificada en más de una ocasión incluso en el cine, a través de películas como la relativamente reciente The Post, dirigida en 2017 por Steven Spielberg ¿Qué profesional del periodismo no aspira a semejante ideal? Si su papel es precisamente defender y mostrar la verdad contra viento y marea, así es como todos los periodistas tendrían que intentar ser. Puede que unos lo consigan y otros no, pero qué duda cabe que deberían intentarlo y la sociedad debería estar a su lado apoyándoles en esta empresa. Y no sólo eso, deberían existir herramientas, mecanismos de garantía, que protegieran la independencia de los periodistas frente a las presiones y abusos del poder (ya sea político o económico) en su intento por controlarlos o manipularlos en beneficio propio.

     ¿Se cumple todo eso actualmente en el mundo del periodismo? Viendo los sucesos recientes yo diría que cada vez está más lejos de que se cumpla. La reciente detención de Julian Assange, periodista, editor y fundador de Wikileaks, que fue sacado de la embajada de Ecuador en Londres por la policía británica como si fuera un abyecto criminal, debería hacernos reflexionar. Tal y como señala el también periodista, y británico, Jonathan Cook en el artículo Siete años de mentiras sobre Assange no van a parar ahora (traducido por Rebelión), en la campaña de persecución contra el australiano algo olía muy mal desde el principio. Queda en evidencia que la acusación por una presunta violación que pesaba sobre él en Suecia no fue más que humo, una campaña de difamación que los fiscales abandonaron ya en 2015 aunque nada trascendió hasta mucho más tarde. De hecho si no la abandonaron antes, porque nada había, fue a causa de las brutales presiones recibidas desde el Reino Unido e, indirectamente, desde el otro lado del Atlántico. También queda muy claro que, atrapado en la embajada ecuatoriana en Londres durante años en unas condiciones cada vez más severas (porque el muy sumiso nuevo gobierno del país latinoamericano deseaba ganarse el favor de Washington), Assange se encontraba en situación de detención arbitraria y por ello ilegal, tal y como señaló un panel de expertos nombrado por las propias Naciones Unidas. Nada de eso ha importado y bien sabemos que Estados Unidos ha ejercido su derecho imperial a detener, aunque mejor cabría decir secuestrar, a quien sea allá donde le dé la gana, pues de eso se trataba. El fondo de las acusaciones que seguramente pesarán sobre el creador de Wikileaks puede parecer incluso muy poca cosa, ya que se basan en alentar a una fuente para que le brinde información y esforzarse para proteger su identidad. Dicha fuente no era otra que la soldado Chelsea Manning, que ya pasó por su propio calvario a causa de ello, y el crimen de ambos mostrar al mundo las atrocidades cometidas por las tropas estadounidenses en Iraq, así como los oscuros y muy sucios tejemanejes de sus embajadas en el empeño de preservar la supremacía imperial de Estados Unidos. De eso y no de otra cosa ha ido todo el asunto, de castigar y amedrentar, para que nadie se atreva a revelar lo que no debe.

     ¿Ha salido en tromba toda la profesión periodística a denunciar lo que están haciendo con Julian Assange? Salvo honrosas excepciones nada más lejos de la realidad, pues desde hace ya demasiado tiempo los medios hegemónicos vienen actuando como mera correa de trasmisión de los intereses de gobiernos y trasnacionales. Dime qué publicas, o qué silencias, y te diré quién te paga; así podría resumirse actualmente la situación de la profesión periodística en muchos casos. Es por eso que determinadas noticias, como la detención de Assange, no se tratan con la profundidad que debieran. Mejor calumniar, menospreciar y servir bien al interés del amo. El periodismo entendido como un ejercicio de propaganda y la independencia e imparcialidad de los informadores seriamente cuestionada. Deberíamos preguntarnos quién controla los principales medios de comunicación en el mundo. Es ahí donde vemos que el 96% del mercado de la comunicación a nivel global está controlado únicamente por cuatro holdings empresariales (interesante leer este artículo al respecto). En el caso concreto de España esta concentración es igualmente acusada, pues los grupos de comunicación están en manos de la banca, organizaciones como el Opus Dei y grandes grupos financieros ¿Quién se atreve a hablar de independencia de los periodistas en una situación así?

     Porque en el ámbito nacional hemos asistido a nuestro propio Watergate doméstico mientras unos callaban y otros miraban hacia otro lado como si la cosa no fuera con ellos. El conocido como caso de "las cloacas de Interior" es un ejemplo gravísimo de cómo la manipulación mediática puede ser empleada desde los resortes del poder para tratar de destruir a adversarios políticos. Tal y como muestra eldiario.es, la guerra sucia contra Podemos y el independentismo catalán infectó a los Cuerpos de Seguridad del Estado, una auténtica mafia policial orquestada desde el gobierno que se extendió a varias unidades, como la hasta hace no mucho prestigiosa UDEF, encargada de perseguir la delincuencia económica y fiscal. Emplear los resortes del Estado para ponerlos vilmente al servicio de intereses descaradamente partidistas, con el objeto de emponzoñar la democracia hasta casi vaciarla de sentido, da buena muestra de la podredumbre moral que afecta a determinados responsables policiales y políticos, en este último caso del Partido Popular. La connivencia entre unos y otros era clara, pues fue el propio gobierno de Rajoy quien se ocupó de colocar a mandos afines ideológicamente en la cúpula de la UDEF.

    No me cabe la menor duda de que, si esto hubiera sucedido en cualquier otro país de nuestro entorno (entiéndase el Occidente europeo), el escándalo habría sido de magnitud tal que habría bastado para indignar a toda la ciudadanía, destruir por completo las carreras de todos los implicados y dar con sus huesos en la cárcel. También sería de esperar que todos los medios de comunicación sin excepciones hubieran denunciado y aireado dicho escándalo, pues es un torpedo lanzado contra la línea de flotación de la democracia. Por desgracia no es eso lo que hemos ido viendo, pues la mayor parte de los medios hegemónicos han silenciado el caso o, cuando menos, no le han dado la cobertura necesaria como si tampoco fuera algo tan grave. Siempre hay honrosas excepciones, como las de los insignes periodistas Iñaki Gabilondo o Julia Otero, que se han expresado muy claramente al respecto. Sin embargo estos profesionales tienen su inmunda contraparte en personajes (que ya no periodistas de verdad) como Eduardo Inda, que actuó en tándem con el ex comisario Villarejo y otros sujetos de su misma calaña para erigir todo su entramado de calumnias y falsedades contra Podemos, manteniendo siempre una línea directa de comunicación con el gobierno de entonces ¿Es eso periodismo? No, más bien diría que es la muerte del periodismo; pura maquinaria de propaganda al servicio del poder. Tal y como señalaba el propio Gabilondo en unos de sus editoriales, esto no tiene ver con Podemos y Pablo Iglesias, tampoco con defender la unidad de España frente al separatismo catalán. Tiene que ver con un ataque flagrante a la esencia misma de los principios democráticos y las libertades fundamentales en las que nuestra sociedad se asienta, razón por la cual que se trate de minimizar lo máximo posible su gravedad es un hecho vergonzoso y repugnante. No puede existir otra forma de expresarlo.

     En estos tiempos de confusión, posverdad, fake news y bulos que se extienden como vírica pandemia por las redes, resulta cada vez más complicado discernir lo que es cierto de las manipulaciones. Todos conocemos unos cuantos ejemplos de eso. A cualquiera de nosotros nos han enviado a nuestro móvil, o nos ha llegado a través de cualquier red social, alguna foto, vídeo o noticia manipulados o que eran descaradamente falsos, pero que aun así trataban de colarnos como una verdad incuestionable que debiera servir para quitarnos la venda de los ojos. Un espectáculo circense callejero en la India, en el que participaban niños a los que les pasaba por encima un vehículo sin que sufrieran daño alguno, que se pretendía hacer pasar por un castigo atroz practicado en algún bárbaro país musulmán (porque ya se sabe, todos los musulmanes son criaturas infrahumanas odiosas y despreciables). Una pelea de borrachos en alguna ciudad latinoamericana indeterminada, que pretenden hacernos creer que es una reyerta provocada por independentistas catalanes (porque asimismo estos inmundos separatistas y golpistas son la peor basura que te puedas imaginar). Una supuesta estadística, fundamentada en no sabemos muy bien qué fuentes, que vendría a decir que hay por ahí sueltas un montón de madres asesinas que han acabado cruelmente con las vidas de sus pobres hijitos (ya que eso de la "violencia de género" es un invento de las fanáticas feminazis, que pretenden imponer su ideología y acabar con la libertad de las gentes de bien). Y así podríamos seguir hasta el infinito, porque mentiras como estas surgen a cientos, o incluso miles, todos los días. Ni tan siquiera es necesario que la mentira esté bien construida, de hecho puede ser increíblemente burda y cutre, lo único que importa es que encaje como anillo al dedo con tus clichés ideológicos.

     Entre todos lo matamos y él solo se murió, ése podría ser el epitafio que figurara en la tumba del periodismo. Otro tanto se podría decir de la libertad de expresión. En un mundo donde los principales medios de comunicación están en manos del gran capital, donde el poder político no es más que otra manifestación de éste y donde millones de personas se informan a través de nuevos canales no convencionales, terreno abonado para la difusión de infinidad de noticias falsas, el periodismo tal y como se entendía en la época de nuestros padres parece en peligro de extinción. Los informadores independientes, sin vínculo alguno con ningún grupo político o económico de presión, escasean cada día más o simplemente quedan marginados. La profesión, como tantas otras, está precarizada y muchos jóvenes que quieren dedicarse a ella optan por someterse a las exigencias editoriales del patrón de turno con tal de preservar su empleo y llegar a fin de mes. Lo único que importa es tirar adelante en el día a día. Y para aquel que se atreve a meterse con quien no debe, como el caso de Assange, le espera un severo correctivo. Hace sólo unos días se conocía la sentencia dictada por la Audiencia de Navarra contra el periodista Clemente Bernad, un año de prisión y 2.880 euros de multa ¿Su delito? Grabar sin permiso un acto de exaltación franquista en la cripta del Monumento a los Caídos en Pamplona, que los días 19 de cada mes lleva a cabo la organización fascista Hermandad de los Caballeros Voluntarios de la Cruz, formada por antiguos combatientes requetés. Dichos actos llevan generando desde hace tiempo una gran polémica en la capital navarra, pues no en balde hasta hace poco la citada cripta albergaba los restos mortales de los generales golpistas Mola y Sanjurjo, allí enterrados con todos los honores. Tal y como se explica en esta noticia de infoLibre, la grabación formaba parte del material para el documental A sus muertos, realizado por el propio Bernad y su compañera Carolina Martínez, que también fue procesada pero al final ha salido absuelta. Condenar a un periodista por "descubrimiento y revelación de secretos" tras una denuncia presentada por una oscura organización de extrema derecha, es una clara advertencia que se manda a todo aquel que decida ir por el mismo camino. Lo que ha permanecido oculto debe seguir oculto, existen determinados colectivos intocables que no deben ser molestados ni incomodados y a quienes se les ocurra trasgredir estos dictados les esperan los tribunales. Si esto no es un intento de silenciar a un periodista, un ataque frontal contra la libertad de expresión, que venga quien sea y lo vea.




El último de la clase



  
   

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