Fantaseando con la riqueza

Vivimos en una sociedad de apariencias donde muchos asumen que pueden imitar la forma de vida de la gente adinerada aun cuando se encuentren en el umbral de la pobreza. El culto a la ostentación y la necesidad de vender nuestro éxito ante los demás se convierten entonces en obsesiones en ocasiones enfermizas.


¿Y tú quién eres para decirme qué sueños tengo yo?      Hoy en día todos queremos sentirnos "especiales", diferenciarnos del resto en algún aspecto concreto para luego poder presumir de ello ante los demás. Ser cliente Premium de algún servicio online, poseer la tarjeta VIP que te convierte en "socio preferente" de alguna cadena de establecimientos o centro comercial, acceder a una página web donde se nos muestran ofertas "exclusivas" que no aparecen en otras similares, obtener descuentos extraordinarios por ser el "cliente de oro" de determinada tienda o plataforma de servicios... Y así podríamos seguir un buen rato. Todo lo anterior, y otras muchas cosas parecidas, va encaminado a ofrecer esa imagen de exclusividad, de pertenecer a un club selecto al que la mayoría no pertenece. De esta manera podemos fantasear con que somos especiales, formamos parte de una élite por decirlo de alguna manera. Fantaseamos en definitiva con la riqueza, una riqueza que no es real sino únicamente imaginada. Es una de las máximas de la sociedad de consumo en la que vivimos. Todos queremos vivir como si fuéramos ricos aunque realmente estemos muy, pero que muy, lejos de serlo.
    
     La que podríamos denominar como "industria de la exclusividad" es también una industria de consumo de masas. Sí, podemos ser clientes Premium o conseguir la tarjeta VIP de donde sea, pero eso no nos hará diferentes al millón de personas que también son Premium o VIP. Si formamos parte de un grupo selecto la verdad es que es un grupo multitudinario, hasta tal punto que puede haber más clientes dentro que fuera de él. Restaurantes de cocina de autor donde no se sirven platos, se sirven "creaciones" que buscan sorprender a los comensales. Discotecas que ya no son discotecas, son "clubs" donde otros "creadores" (los DJs) deleitan al público con sesiones únicas e irrepetibles. Playas escondidas que se nos antojan paraísos exclusivos donde poder relajarnos y hacernos esa foto inolvidable que será la envidia de todos. Luego nos encontramos con que medio mundo ha ido ya a comer a ese restaurante, hay que hacer más de una hora de cola en la calle para entrar en la dichosa discoteca y la playa de ensueño está abarrotada como no te pegues el madrugón y llegues allí a las siete de la mañana. Porque los presuntos lujos están al alcance de todo el mundo y terminan convertidos en productos para el consumo masivo.
 
     Vivimos en un mundo donde las necesidades creadas se convierten en norma primero, para después convertirse en necesidad ineludible. Smartphone de última generación (cuanto más enorme mejor); televisor de plasma del tamaño de una pantalla de cine; conexión a Internet de alta velocidad con suscripción a todo tipo de servicios (canales de fútbol y deportes, series y películas de estreno, etc.); calzado y ropa de marca (y cuanto más grande sea el emblema de la marca mejor, porque así todos podrán verla); mobiliario y cubertería de diseño, para deslumbrar a las visitas que vengan a casa; seguro médico privado; gimnasio, circuitos de spa, sesiones de rayos UVA y depilación láser (los cánones estéticos también son necesidad); prendas, calzado y complementos para practicar todo tipo de deportes (no se te ocurra usar las zapatillas de running para ir a jugar al pádel); fin de semana esquiando en invierno y crucero por el Mediterráneo en verano... Y por supuesto no nos olvidemos del cochazo y la hipoteca ¿Cómo podemos prescindir de todo eso cuando cualquiera de nuestro circulo también lo tiene? Si lo tenías y luego dejas de tenerlo, ¿qué imagen estás dando? Porque la imagen lo es todo en la sociedad de las apariencias. Una sociedad del postureo, del selfie permanente allá donde vayas, de la exhibición constante en las redes sociales. Presumir de lo que eres y de lo que tienes, de las comilonas que te pegas en buenos restaurantes (fotos), de las escapadas de fin de semana (fotos), de las fiestas con los amigos (fotos), de todo lo que te compras (fotos), de los conciertos a los que asistes (fotos y vídeos), de tus vacaciones (fotos y vídeos y más fotos y más vídeos). Porque el que no hace ostentación de todo eso no es nadie. Casi es más importante dejar constancia de la experiencia en cuestión, para que todo el mundo sepa dónde has estado, que vivirla. Una especie de ostentación de tu riqueza, por mucho que sea una imagen ficticia que no se corresponde tanto como quisiéramos con la realidad.
 
    El otro día vi unos anuncios por la calle que resumían perfectamente esta "cultura de pretender vivir como ricos" en la que vivimos inmersos. El primero, perteneciente a una entidad financiera especializada en créditos exprés, decía más o menos algo como: "Tu mejor amigo se casa... en Dubái. El dinero está para las cosas importantes de la vida". Los segundos eran todos del mismo banco (antes una caja de ahorros y no voy a decir el nombre) y, resumidamente, decían: "Cumplir cincuenta, enamorarse, estudiar en la universidad... sale caro. Aquí tienes tu crédito para todo eso". Porque no puedes perderte la boda de tu mejor amigo, por mucho que se le haya ido la pinza y quiera celebrarla en uno de los sitios más caros del mundo. Porque asimismo el cincuentón necesita un coche deportivo nuevo, tratamientos anti edad y un cambio de look para no sentir que se está haciendo viejo. O porque para impresionar a tu "chati" has de llevarla a un restaurante caro o invitarla a un fin de semana romántico en algún lugar exclusivo, amén del anillo con pedrusco incluido si vas a pedirle que se case contigo. O incluso porque tener la esperanza de labrarse un futuro exige que entres en una universidad de prestigio. Todas esas cosas cuestan dinero, a veces mucho dinero, y tú no vas a ser menos que los otros a no ser que quieras terminar convertido en un don nadie. Esos son los valores que se nos inculcan dentro de un sistema neoliberal. La única forma de demostrar cualquier cosa es con dinero y, si no eres rico, tienes que hacer todo lo posible por aparentarlo aunque sólo sea un poquito. Es un mecanismo demencial, absurdo, y sin embargo mucha gente ha terminado interiorizándolo como parte de sus vidas. 
 
   ¿Qué ocurre entonces cuando tu nivel económico no da para la mayoría de esas cosas? ¿Cuándo la presión familiar o social te empuja por encima de tus posibilidades monetarias? Quieres una boda de ensueño, ropa de marca para los niños, el coche que siempre habías deseado, un pisito en propiedad... Sólo queda la vía del endeudamiento y luego, al no poder afrontar los pagos, estrellarse contra la dura realidad. Porque nunca fuiste una persona adinerada por mucho que fantasearas con serlo. Nunca lo fuiste, no, pero te bombardeaban a todas horas con publicidad que te hizo creer que todo eso sí que podía estar a tu alcance. Es el Cuento de la Lechera convertido en dogma social, inflar e inflar tus expectativas de futuro en base a lo poco que tienes ahora, porque fantaseas con todo eso que no han parado de venderte y te hipotecas para conseguirlo. Así podrás seguir manteniendo la ilusión de que tú también puedes permitirte cosas "exclusivas", ser un VIP y, sobre todo, mostrárselo a todo el mundo para exhibir a los cuatro vientos tu éxito social. Pero como decía dicho éxito es a menudo mucho más frágil de lo que parece y tiene los pies de barro. Me vienen a la memoria ciertos programas de eso que llaman "telerrealidad", cuyos protagonistas son unos matones que se dedican a realizar embargos de todo tipo por orden de los bancos (no sé si uno de ellos se titula "Embargos a los bestia" o algo así). No muy distintos son esos otros, más populares, acerca de casas de empeños que se ubican, nada es casual, en lugares como Las Vegas (mejor lugar en el que fantasear con una riqueza que nunca llegará imposible) o Detroit (una ciudad otrora próspera ahora depauperada por la deslocalización industrial). En unos y otros casos viene a ser más o menos lo mismo. Gente que tenía cosas y que luego deja de tenerlas. A unos se las quitan por la fuerza y los devuelven de un puntapié a la dura realidad, otros renuncian ellas a cambio de dinero (probablemente muchas veces menos del que podrían haber conseguido) para así continuar en la carrera por alcanzar sus sueños.
 
    Todo esto nos lleva hacia una sociedad disfuncional de soñadores que no hacen realidad sus sueños y gente obsesionada con llevar un nivel de vida que está por encima de sus posibilidades. Porque, parafraseando una de esas canciones populares, "antes muerto que sencillo". El mito neoliberal del triunfador, alimentado asimismo por ese mantra de "la cultura del esfuerzo", hace que nos estrellemos una y otra vez contra el muro de una riqueza imposible. Porque aquellos que de verdad sí viven despreocupadamente en la opulencia andan especialmente interesados en venderse como modelo a seguir, ser el espejo en el que todos los demás desean mirarse. Así mientras más nos hipotequemos nosotros soñando que algún día seremos como ellos, más y más ricos se harán a nuestra costa. Es una ecuación bien sencilla y parece mentira que muchos no sean capaces de verla. Para que haya súper ricos cada vez más ricos otros muchos, muchísimos, han de empobrecerse. La concentración de la riqueza siempre sigue esta lógica y lo que no tiene el menor sentido es que todos vayamos a convertirnos en millonarios. Así que mucho más racional sería luchar para conseguir que esos pocos que tantísimo tienen, cada vez más, terminen teniendo menos y de esta manera redistribuir la riqueza. Pero no, serán muchos los que sigan soñando con que un día les tocará la lotería o con que, tal vez, un golpe de suerte haga que el dinero a raudales comience a fluir hacia ellos. Así podrán imitar a esa gente inaccesible que desfila dentro de sus televisores, exhibiendo su opulencia, sus mansiones, sus fiestas exclusivas, sus yates y, en definitiva, todos esos lujos asombrosos que también terminan convertidos en formato de programa televisivo de entretenimiento. A ellos permanecerán amarrados los soñadores, diciéndose a sí mismos: "sí, algún día yo podría ser como ellos". Sí, de cara a su pantalla de plasma pero de espaldas a su realidad. Una que les grita que tal vez al mes que viene no puedan pagar la luz o la letra del piso, que tal vez la semana siguiente se queden de nuevo en el paro. Soñar es gratis, nos dicen habitualmente. Lo que no nos dicen tan a menudo es que perseguir determinados sueños puede salir muy caro.
 
 
 
                 
 
Juan Nadie
           
 
 
 

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