Hace cien años comenzó la Primera Guerra Mundial, un conflicto que supuso el fin de una era y el principio de otra ¿Hemos aprendido algo desde entonces? ¿O por el contrario se cometerán de nuevo los mismos errores?
¿Cómo imaginar las consecuencias de los sucesos acaecidos durante aquel verano de hace un siglo? Por aquel entonces los imperios coloniales europeos (británico, francés, alemán, ruso...) parecían encontrarse en la cúspide de su poder y gobernaban a la mayor parte de los pueblos del planeta. Las desmedidas ambiciones imperialistas de sus clases dirigentes desembocaron en una guerra sin precedentes y en el principio del fin de la era de supremacía europea. Las páginas de esta historia todavía se siguen escribiendo a día de hoy, el peso político y económico del Viejo Continente es cada vez menor en el escenario internacional aun a pesar de su imponente legado.
Más allá de lo muchísimo que se ha escrito acerca de esta guerra, sus brutales batallas, el impulso que supuso para determinados avances técnicos (desarrollos en la aviación, los sumergibles, los vehículos blindados...) o sus consecuencias tanto para los vencedores como para los vencidos, cabe preguntarse cómo fue posible que millones de personas en toda Europa, y también en otros muchos lugares, se dejaran arrastrar por esta vorágine belicista. Los líderes del movimiento obrero de la época, como el francés Jean Jaurès, hicieron un llamamiento a todos los trabajadores del continente para que no se sumaran a una contienda que sólo beneficiaba a los intereses del capital y las oligarquías de las distintas potencias beligerantes. Sus mensajes de paz caerían en saco roto, pues las clases populares de todos los países se dejaron llevar por la marea de ultranacionalismo y ardor guerrero que recorrió Europa nada más estallar la contienda. Muchos fueron llamados a filas y acudieron prestos al reclamo, otros tantos se alistarían voluntariamente y con gran entusiasmo. No era el momento de inclinarse a favor de la paz ni de continuar con la lucha obrera. Tampoco de criticar a reyes, emperadores o dirigentes varios, ésos que decidieron ir a la guerra como quien lanza un órdago durante una partida de cartas, a la espera de que el adversario recule. Era el tiempo de demostrar el más ferviente amor por la patria, de proclamar que estabas dispuesto a dar tu vida por defenderla, ya que de lo contrario eras un traidor o un cobarde. Dicha marea terminaría llevándose por delante al propio Jaurès, pues el 31 de julio de 1914, sólo tres días después de iniciada la guerra, un exaltado patriota lo asesinaría en un café de París. Cuatro años después su figura y su mensaje pacifista serían ensalzados, un visionario que tal vez vaticinó la barbarie que se avecinaba e hizo lo posible, aunque sin ningún éxito, por impedirla.
Así pues, llevados por este fervor patriótico, y seguramente también con ganas de probarse a sí mismos, millones acudieron alegremente a los frentes de batalla. Recientemente se ha estrenado una nueva entrega de la serie documental Apocalipsis, del canal France 2, centrada esta vez en la Primera Guerra Mundial como conmemoración de la efeméride. Sus excepcionales imágenes coloreadas y restauradas nos muestran secuencias inéditas de un gran valor documental. En algunas de ellas podemos ver a grupos de reclutas antes de partir a la guerra o en los primeros momentos de la contienda. Se muestran alegres y despreocupados ante el relativamente reciente invento del cinematógrafo, bailan, bromean y hacen el tonto, tal cual si fueran un grupo de adolescentes de la actualidad posando para hacerse un selfie. En los andenes de las estaciones las multitudes despiden a los soldados en medio de un ambiente festivo, más bien parece que partan para embarcar en un crucero por el Mediterráneo o el Caribe. Nada podían imaginar esos rostros de hace cien años, que sonríen y aclaman sin parar, de lo que les esperaba. La matanza sin fin, la degradación de la vida en las trincheras, el hambre, la enfermedad, los nuevos horrores como las armas químicas o la inhumanidad de los mandos militares, que arrojaban a miles de hombres a la muerte como quien lleva ganado al matadero, únicamente para probar si las estrategias diseñadas en un despacho sobre un plano daban resultado en el terreno. Nada podían imaginar al fin y al cabo de una locura de tal magnitud.
¿Pero por qué no fueron capaces de verlo? ¿Por qué se entregaron a la carnicería de una forma tan aparentemente ingenua? De haberlo sabido tal vez la oposición popular a la guerra hubiera sido muchísimo mayor. Pero probablemente no tenían forma de saberlo. Y no la tenían por una razón bastante sencilla, salvo en ciertas áreas como el polvorín de los Balcanes la Europa de 1914 llevaba casi medio siglo sin conocer una guerra. Toda una generación había crecido en un clima de paz (armada y tensa eso sí) y relativa prosperidad. Los jóvenes que acudían al frente sólo sabían de las guerras por lo que les habían explicado en las escuelas, por las experiencias de terceros como sus mayores o por lo que habían leído en los libros. En aquellos tiempos no había otra forma de acercarse a dicha realidad y, a decir verdad, a menudo se trataba de una visión bastante distorsionada de la misma. Prevalecía la idea romántica al respecto, una aventura salvaje y gloriosa donde los hombres eran puestos a prueba y donde se forjaban héroes y leyendas. Lanzarse a la batalla al galope, sables desenvainados resplandeciendo al sol de la mañana, pendones al viento, una marcha triunfal hacia la victoria y, finalmente, disfrutar de las mieles del campo conquistado en honor de una justa causa y regresar a casa convertido en un héroe a recordar, el orgullo de tu familia, tu pueblo y tu país. Nada que ver por supuesto con pudrirse en una trinchera embarrada, inmunda e infestada de ratas y piojos, quedar mutilado y desfigurado por el impacto de un proyectil de artillería, ser acribillado a balazos mientras intentas escapar de la trampa de los alambres de púas o perecer quemado y asfixiado en un ataque con gas mostaza. Los relatos épicos eran cosas del pasado, fábulas destinadas a infundir valor a los muchachos que tomaban las armas, pero nada tenían que ver con la brutal realidad de los horrores y miserias de la guerra moderna. Ésos los habrías de descubrir tú mismo en primera persona.
Visto lo visto, ¿hemos aprendido de las lecciones que nos dejaron carnicerías como la Primera Guerra Mundial? ¿Nos dejaríamos arrastrar a semejante locura empujados por los intereses de la élite dominante y su propaganda?, la que nos invade a través de los medios de comunicación de masas controlados por el poder. El conflicto en Ucrania ha reavivado las tensiones de la Guerra Fría y la idea de que Rusia vuelve a ser una amenaza, no sólo para Occidente sino también para la estabilidad mundial, regresa para venderse con insistencia a la opinión pública. Se respira cierto ambiente de hostilidad, los conflictos se multiplican por el planeta y ahora Estados Unidos pretende que los países de su órbita incrementen sus gastos militares para hacer frente a las consecuencias de la crisis ucraniana (1). En un escenario así sería ciertamente ingenuo pensar que no existe ningún tipo de riesgo de conflagración a gran escala, una especie de Tercera Guerra Mundial que amenace con un holocausto nuclear. Los datos preocupantes están ahí para quien quiera verlos (2).
Esto es especialmente cierto en uno de los sectores más punteros de dicha industria, los videojuegos. Ya sean para consola o para ordenador los juegos de contenido bélico hacen furor y los hay a patadas, como suele decirse. Simulaciones cada vez más realistas, escenarios reales o ficticios recreados con todo lujo de detalles, tramas de complejidad creciente. No importa que te dediques a matar soldados alemanes, yihadistas, zombis caníbales infectados por un virus de laboratorio o extraterrestres que han venido a invadir la Tierra, el caso es que vivas una experiencia lo más cercana posible a un combate real y la disfrutes cómodamente sentado en el sofá de tu casa. También triunfan los juegos de estrategia, al estilo de la saga Civilization de Sid Meier, en la que has de apoderarte del mundo utilizando la guerra como instrumento principal. De esta manera juegas a ser el amo de dicho mundo virtual, creas tus ejércitos, combates a tus enemigos, conquistas sus ciudades y tienes poder sobre la vida y la muerte de millones de hipotéticas personas conforme tomas decisiones estratégicas. Es como si este tipo de simulaciones estuvieran diseñadas para despertar nuestro belicismo y convencernos de que la guerra es algo inherente a nuestra naturaleza.
Y es ahí donde radica precisamente el problema. Al igual que la generación a la que le tocó luchar en la Primera Guerra Mundial nosotros nunca hemos conocido un conflicto bélico en primera persona. Quitarle la vida a otros seres humanos y destruir sus hogares o, peor aún, ver destruido el tuyo propio, que asesinen a tus seres queridos y enfrentarte a una muerte horrenda. Nada de eso tiene demasiado que ver con jugar al Halo, al Call of duty o con pasar una entretenida mañana de fin de semana con tus amigos en un paintball. Según relataban ellos mismos, muchos soldados estadounidenses en Irak se sorprendían al comprobar lo poco que se parecía la guerra real a los videojuegos a los que estaban tan acostumbrados. A mí me sorprende que les sorprendiera aunque, viendo la extracción social de muchos de ellos, tampoco resulta tan extraño. La carne de cañón nunca salió de los palacios y las mansiones de lujo, sino de entre la población más humilde y peor formada. La guerra no es un videojuego, pero parece que pretendan que creamos que es algo muy similar. Los avances tecnológicos permiten que los soldados entren en combate aislándose del horror circundante, por ejemplo, gracias a la música heavy metal que resuena a todo volumen en sus cascos o en el interior de sus vehículos. Se alcanza al objetivo desde una gran distancia, visualizándolo únicamente a través de la fría e impersonal imagen en blanco y negro de un monitor. La máxima expresión de esto último es el empleo de drones, los aviones teledirigidos que tanto le gusta utilizar al nobel de la paz Obama. El uso de esta tecnología permite hacer saltar cualquier cosa por los aires desde miles de kilómetros de distancia, probablemente una de las formas más cobardes de matar que ha inventado el ser humano.
Para concluir me viene a la memoria una escena de hace unos días. Estaba con unos amigos en una heladería y el hijo de uno de ellos, de unos cuatro años de edad, simulaba dispararnos al resto con un arma imaginaria porque estaba jugando "a matar monstruos". A tan tierna edad y la guerra ya se ha convertido en una forma de diversión, completamente inocente y alejada de la realidad, eso sí, pero invariablemente presente ¿Quién no ha jugado de niño a la guerra de una u otra manera? Por mucho que presumamos de tener una sociedad avanzada, libre y pacífica los mensajes bélicos nos rodean por todas partes, han llegado a nosotros de forma más o menos directa a lo largo de toda la vida y no creo que sea algo casual. Porque si no hubiera sido así, si desde las clases dirigentes se hubieran esforzado por mantener la guerra completamente fuera del ideario colectivo, creando una sociedad totalmente ajena al militarismo, resultaría mucho más complicado movilizarnos en caso de vernos inmersos en un hipotético escenario de conflicto.
Juan Nadie
(1) EE.UU pedirá a sus aliados de la OTAN que aumenten el gasto militar (La marea).
(2) La nueva Guerra Fría que puede convertirse en Guerra Caliente entre EE.UU y la UE contra Rusia (www.vnavarro.org).
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