Sobre pueblos acomodados y pueblos en lucha

¿Cuál es la diferencia entre un pueblo que se alza y otro que no termina de hacerlo? Los últimos acontecimientos en Cataluña y Ecuador tal vez nos ayuden a obtener una respuesta.


Protestas sociales en Ecuador.
Una imagen reciente de las multitudinarias protestas en la capital
ecuatoriana, Quito.
     Seguramente durante estos días no se hablará por aquí de casi ninguna otra cosa. Conocemos ya la dichosa sentencia del llamado procés, que a mi juicio condena a penas  exageradamente altas a líderes políticos y sociales catalanes, por algo que no fue ni mucho menos un alzamiento, sino más bien una especie de súper multitudinaria performance, en la que se simuló un referéndum y una declaración de independencia que nunca fueron tales. Después del escarmiento público que el Estado le ha dado a las cabezas visibles del independentismo por osar no sentirse españoles, ¿qué respuesta podemos esperar en las calles de Cataluña? ¿Se intensificará el nivel de las protestas? ¿Se producirán acciones de desobediencia civil generalizadas? ¿Habrá violencia tal vez? Si hacemos caso a lo que vienen diciendo los medios de persuasión hegemónicos, pareciera ser que los infames CDR (Comités de Defensa de la República) estarían preparando una escalada en el conflicto que los convertiría en auténticos comandos terroristas. De ahí las detenciones que se produjeron hará cosa de un par de semanas. Mano dura contra los "indepes", parece ser la consigna.

     ¿Arderá Cataluña? Para tomarle mejor el pulso a lo que por allí sucede me parece especialmente interesante el artículo CDR: Contradicciones y Desilusiones Republicanas, de la periodista Elise Gazengel. Después de conocer desde dentro el funcionamiento de un CDR, la autora del artículo termina definiéndolo más bien "como una terapia de grupo", más que como una célula criminal y violenta. No, nada de tipos con pasamontañas y pistolas lanzando amenazas desde lugares sin determinar. Tampoco nada de reuniones secretas celebradas en plena madrugada, a las que sólo se puede asistir si has sido aceptado en el grupo, y en las que personajes crispados lanzan consignas incendiarias. Mucho menos talleres ocultos en los que terroristas en fase de formación aprenden a fabricar artefactos explosivos. Hablamos de parroquianos de lo más corriente, como podría serlo cualquier vecino nuestro, que se reúnen abiertamente en locales que les prestan las asociaciones vecinales. Allí se discute acerca de la situación que vive Cataluña, las próximas acciones programadas y, en definitiva, se divaga bastante sin tener demasiado claro hacia dónde va el movimiento independentista. De todas las declaraciones que la citada periodista recoge en la reunión del CDR hay una que, a mi entender, define a la perfección lo que realmente sucede en Cataluña. En un determinado momento uno de los asistentes declara ante los demás: "Estamos todos muy motivados, pero realmente todo el mundo quiere volver a casa tranquilo a la noche tras una mani. Cuando salga la sentencia, lo mismo; no veo a la sociedad catalana asaltando la prisión, porque somos una sociedad acomodada y me incluyo".

      En esta sincera confesión de un miembro de esos "peligrosísimos" CDR reside la clave. A pesar de que haya momentos, como el actual, en los que la temperatura de las protestas suba más de la cuenta y se produzcan altercados con detenciones y heridos. A pesar de que pueda llegar el momento en que algún exaltado fuera de control se las arregle para perpetrar alguna burrada. A pesar de que los medios de comunicación, tanto de uno como de otro "bando", no hayan hecho demasiado por apaciguar la situación (más bien todo lo contrario). Y, muy especialmente, a pesar de todos esos politicuchos mezquinos e irresponsables que tenemos, que lo único que han hecho en todo este tiempo es echar más leña al fuego para así distraernos y ocultar su incompetencia a la hora de solucionar los muchos problemas del país (porque el catalán es sólo uno más). A pesar de todo eso, la sociedad catalana seguirá siendo en su inmensa mayoría una sociedad acomodada en la que todo el mundo querrá volver a su casa tranquilo a la noche, no una sociedad al límite que se ha alzado en masa ante una situación insostenible. Todavía no se ha llegado a eso y, en mi opinión, por fortuna aún estamos lejos de semejante situación; por mucho que haya gente oscura y retorcida que tal vez la desee. Tal y como muy acertadamente ha reflexionado el humorista y presentador, precisamente catalán, Andreu Buenafuente: "... nos están empujando a trincheras en las que no queremos estar". Y no queremos porque, sencillamente, muchas de las cosas que se han hecho (utilización de instituciones con fines partidistas, pretender dar legitimidad a referéndums que no la tenían, intervenciones policiales arbitrarias y excesivas...) no eran en absoluto necesarias. Y eso último va también por el juicio a los dirigentes del procés, ya que pretender solucionar este problema por la vía judicial es más o menos lo mismo que pretender extirpar un tumor utilizando un serrucho y unos alicates. Simplemente no son las herramientas adecuadas y fin de la discusión.

     Como decía existe una gran diferencia entre un pueblo soliviantado y un pueblo al límite. Y esto último lo hemos podido ver claramente estos días con las multitudinarias protestas ocurridas en Ecuador, que han paralizado literalmente toda la nación. Tal y como muy bien explica Adoración Guamán (profesora titular de derecho laboral en la Universidad de Valencia y ecuatoriana de origen) en el artículo Ecuador le gana el primer round al FMI, lo sucedido en el país sudamericano es la demostración de hasta dónde son capaces de llegar unas gentes que se han sabido pisoteadas durante siglos. El mediocre gobierno teledirigido de Lenin Moreno quiso imponer a su pueblo las draconianas medidas económicas exigidas por el FMI, con la finalidad de hacer pasar al país bajo el rodillo ultraliberal y dejarlo hecho papilla. Aniquilación del sector público, barra libre fiscal para los grandes capitales, supresión indiscriminada de derechos laborales, subidas de impuestos a las clases populares... y por supuesto el infame decreto 883, la chispa que encendió las protestas, que eliminaba el subsidio a los carburantes y suponía la puntilla que terminaba de asfixiar a los más desfavorecidos. Esto no tiene nada que ver con sanear la maltrecha economía tras la pésima herencia dejada por el correísmo, tal y como defendían Moreno y sus secuaces (curioso este hecho, cuando el actual presidente formó parte del ejecutivo de Rafael Correa). Tiene que ver con el hecho de que, tanto el FMI como el Banco Mundial, son el brazo económico armado de Estados Unidos, a saber, instrumentos imperiales para mantener bajo control el "patio trasero" latinoamericano en un momento en el que la dupla chino-rusa le disputa la hegemonía a la superpotencia debilitada.

     Un país destrozado y de rodillas es mucho más fácil de controlar que uno en pie y de una pieza, esa sencilla ecuación la entienden a la perfección los fundamentalistas del libre mercado que controlan Occidente. Es por eso que, al estallar las protestas, la primera reacción de Moreno y sus títeres fue criminalizarlas (esto es algo que nos suena mucho por aquí, eso de que los manifestantes son "golpistas violentos" que quieren subvertir el orden constitucional), imponiendo la militarización y la represión indiscriminadas con el objetivo de aplastar la respuesta ciudadana. Estado de excepción, toque de queda, vehículos militares en las calles, detenciones masivas totalmente arbitrarias, torturas, muertes... Pero Ecuador no es Cataluña. Allí es mucho más difícil hacer retroceder a la gente, sobre todo cuando a sus espaldas sólo hay un abismo. Han sido precisamente aquellos que más injusticias han sufrido a lo largo de la Historia, las comunidades indígenas, quienes han protagonizado las jornadas de resistencia. La CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador), el MICC (Movimiento Indígena Campesino de Cotopaxi) y miembros del Pueblo Originario Kichwa de Sarayaku marcharon hacia la capital, Quito, y tomaron sus calles, de forma mayormente pacífica a pesar de la brutal represión policial-militar. Para entonces el títere Moreno y los suyos se habían refugiado en Guayaquil (segunda ciudad del país, ubicada en la costa y residencia favorita de las clases más acomodadas), mientras las movilizaciones se extendían por todo Ecuador llevándolo a un paro insostenible.

En la imagen la división actual de la conflictiva Cachemira. Un
territorio de Asia Central repartido entre tres potencias nucleares. 
    Y han sido precisamente esas mismas comunidades indígenas las que han conseguido sentar al Gobierno en la mesa de negociaciones, arrancándole el compromiso de derogar el muy impopular decreto 883. Es sólo un primer paso, puesto que el FMI no soltará tan fácilmente a su presa, pero el ejecutivo ha quedado tan desprestigiado que difícilmente podrá recobrar legitimidad alguna. Sin embargo el pueblo ecuatoriano ha logrado algo más a mi entender, dándonos una lección de dignidad a todos, pues han mostrado al mundo que el fundamentalismo ultraliberal del libre mercado es incompatible con la democracia y los derechos humanos. Lo ha sido en América Latina, donde parece empeñado en ofrecer únicamente miseria, opresión y muerte, no estabilidad. De hecho, en la década de los 90 todas las intervenciones del FMI en Ecuador terminaron en alzamientos populares y derrocamiento de gobiernos. Los ecuatorianos están hartos de tropezar una y otra vez contra la misma piedra y ya saben de sobra quién es el verdadero enemigo. Es mucha la sangre derramada y mucha la miseria que han tenido que soportar. No, no es ni mucho menos igual en la acomodada Europa (si bien los chalecos amarillos franceses merecen una mención aparte), porque aquí todavía no nos han puesto tan al límite. Ahí quizá resida el punto de inflexión que termina cambiándolo todo.

     Porque difícilmente ningún pueblo de la Europa occidental actual entiende en realidad lo que es la verdadera opresión. Sí, en Cataluña se han cometido arbitrariedades y la tan traída y llevada sentencia es a todas luces desproporcionada. Pero nada de eso es comparable, ni mucho menos, con lo que está pasando en estos momentos en la Cachemira controlada por India, un territorio donde la gran mayoría de la población es musulmana. Es muy poco lo que oiremos en los medios de por aquí sobre esa región centroasiática, el conflicto nos queda tan lejos y ha sido silenciado de manera tal que no te enteras si es que no buscas las noticias deliberadamente. Es recomendable leer el estremecedor artículo Cachemira al borde del abismo, para comprender mejor la situación allí. Para ponernos en situación, a principios de agosto de este año el gobierno ultraderechista de Narendra Modi suspendió la autonomía de Cachemira, enviando decenas de miles de soldados para reforzar el despliegue policial y militar ya existente. A continuación se procedió a aislar por completo la provincia del resto del mundo, anulando a la vez todas las garantías constitucionales de la población. Barricadas custodiadas por soldados cortando las calles, toque de queda, helicópteros militares y drones vigilando desde el cielo, detenciones arbitrarias en mitad de la noche, gente que desaparece y de la que nunca más se sabe, las comunicaciones telefónicas y de Internet por completo cortadas, un bloqueo informativo total... En la Cachemira ocupada por los indios, los jóvenes que salen a manifestarse a la calle saben que tienen una muy alta probabilidad de terminar mutilados o muertos, cuando no detenidos y brutalmente torturados. Los testimonios escalofriantes abundan, como los casos de niñas y jóvenes violadas delante de sus madres en dependencias policiales.

     Los cachemires son un pueblo aplastado que paga los platos rotos de un conflicto de muy difícil solución. Un conflicto que lleva enfrentando a India y Pakistán, dos países que disponen de armas nucleares, desde la independencia en 1947. Desde entonces ha habido en la región tres guerras importantes e infinidad de escaramuzas armadas en torno a la llamada Línea de Control, la última de ellas el año pasado. En un clima como este, con dos ejércitos armados hasta los dientes dispuestos a enfrentarse a cara de perro ante el menor roce y, para empeorar las cosas, con grupos terroristas activos por toda la región, muy difícilmente se respetarán los derechos humanos y las libertades. A todo esto no debemos olvidar que India es considerada una democracia con todas las de la ley, aunque como bien sabemos las pretendidas democracias actúan en ocasiones de formas muy poco democráticas. Mientras tanto Modi y los ultranacionalistas hindúes de su partido, el Bharatiya Janata Party (que curiosamente se traduce como Partido Popular Indio), pueden respirar tranquilos. India, una gran potencia emergente y tercera economía del planeta en paridad de poder de compra, es la chica con la que todos quieren bailar en el baile. Estados Unidos y la UE ansían atraerla hacia su esfera de influencia, pues el gobierno de Modi comparte plenamente las doctrinas económicas ultraliberales. Rusia tiene en India a un aliado bastante confiable desde hace décadas, "tradición" heredada de los tiempos de la Unión Soviética, y es uno de sus principales suministradores de armamento. Y China, un vecino con el que ha tenido varias disputas fronterizas, no desea inestabilidad en la región y aspira a sumar a los indios a su gran proyecto geoestratégico de la Iniciativa del Cinturón y la Ruta (o nueva Ruta de la Seda, como se la conoce más coloquialmente). De hecho India forma parte, junto con China y Rusia, del llamado grupo de los BRICS y de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), de la que sorprendentemente también es miembro Pakistán. Todo esto hace que el futuro de los cachemires no sea nada halagüeño, ya que nadie o casi nadie estará dispuesto a acudir en su ayuda.

     Así que no nos equivoquemos. Por muy feas que parezcan que están las cosas por aquí, o por muchas injusticias que pensemos que se producen a nuestro alrededor, no conocemos el verdadero rostro de la opresión tal y como lo conocen otros infortunados pueblos de la Tierra. Esto no es una invitación para dejar de protestar cuando lo creamos necesario, todo lo contrario, más bien es la constatación del mundo convulso en el que vivimos. De Latinoamérica a Asia, pasando por Europa y otros lugares, los pueblos continuarán alzándose contra miseria y el olvido al que unos pocos pretenden arrojarlos.                
      



Juan Nadie



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