Consumo y envidia: yo no voy a ser menos.

Los celos y la envidia, junto a otros factores de tipo socio-económico, nos mantienen atados a un modo de vida consumista, materialista y superfluo.


¿En qué nos basamos para decidir el rumbo de nuestras vidas? Optamos por unos estudios, una profesión, una vivienda en propiedad o en alquiler; por vestir de un modo u otro, por unas marcas más que por otras o en ocasiones por todas sin excepción. Nuestro coche nos parece viejo a los pocos años, nos incomoda sacar nuestro móvil antediluviano cuando ya todos lucen fabulosos smartphones y nos disculpamos por adelantado comentando graciosamente: "no sé cómo sigo aún con este trasto, tengo que cambiarlo ya".



Nuestro modo de vida se ha edificado sobre el consumo de bienes materiales como un signo de status. El problema del status es que es un concepto relativo, es decir, implica una relación entre más de un elemento, de modo que nuestro status dependerá siempre de un tercero con quien nos comparemos. Por ello, la preocupación por aparentar cierto nivel económico nos conduce inevitablemente a compararnos y competir con otros. Personalmente me encanta el ejemplo de los polos. Cuando llega el verano, la rivalidad entre transeúntes anónimos en un gran ciudad se focaliza en el logo cosido en el pecho de los polos. El jinete de Ralph Lauren suele ser el menos visto (exceptuando copias manifiestas) y cotizado; le sigue posiblemente el cocodrilo de Lacoste, y por último el cuadrado y el árbol de Studio Classics y Springfield respectivamente. Si nos cruzamos con alguien que viste por debajo en esta jerarquía, nos sentimos satisfechos o por lo menos no nos perturbamos. En cambio, si lucimos un modesto Zara, marca que no imprime su sello en este tipo de prendas, careceremos por completo de prestigio y sin duda caeremos presa de la frustración más humillante a la menor ocasión.

El gran economista británico John Maynard Keynes (ojo, esto no es una confesión ideológica, también admiramos a Von Hayek, aunque por motivos distintos) afirmó que las necesidades son de dos tipos: "aquellas que son necesidades absolutas, en el sentido de que las sentimos como tales con independencia de la situación de nuestros vecinos, y las que son relativas, en la medida en que su satisfacción nos eleva por encima de nuestros vecinos, despertándonos la sensación de sentirnos superiores". (1) Esta obvia apreciación, conocida por todo aquél que sin previo aviso, o con él, haya visto aparecer a su cuñado con un BMW X6, explica buena parte de la lógica estructural del sistema económico en el que estamos atrapados.

En la sociedad de consumo, la creación publicitaria del consumidor insatisfecho a través del fomento de sentimientos humanos como la envidia o los celos, junto con otros condicionantes socio-económicos fundamentales que ahora no abordaremos, nos mantiene esclavizados en la dinámica sin fin aparente que consiste en trabajar-consumir-trabajar. A pesar de la pérdida de sentido vital que provoca este materialismo banal, seguimos mayoritariamente inmersos en él, en parte porque nadie quiere ser el primero en bajarse de la rueda por temor a que todos los demás sigan yendo a más, luciendo cada año nuevos y más hermosos polos, mientras uno se queda tristemente atrás en la carrera por ser cool.

Otras épocas y culturas han tenido criterios muy distintos. Es necesario subrayarlo porque tendemos a asumir que lo actual es lo natural, cayendo en el error de pensar que las cosas han sido siempre así. Los griegos, por ejemplo, valoraban el ocio creativo, el tiempo libre empleado en el desarrollo cultural de uno mismo, por encima de la posesión de los bienes materiales. Y aunque es cierto que sólo algunos ciudadanos afortunados podían disfrutar de su tiempo libre, no lo es menos que optaban por esto y no por la acumulación simplista y vanidosa de posesiones y riquezas. La famosa pirámide de Maslow y no pocos estudios psicológicos (2) nos recuerdan que una vez satisfechas las necesidades básicas, vinculadas con la fisiología y la necesidad de protección, nuestra felicidad no crece por el amontonamiento de objetos para la ostentación, sino cultivando las relaciones sociales y la autorrealización, tareas ambas para las que se necesita tiempo libre creativo.

De hecho, desde la antigüedad tanto oriental como occidental (3), innumerables escritos éticos nos recuerdan que el control de los deseos es un aprendizaje imprescindible para combatir la frustración o el ansia insaciable, aspectos estos de la psicología humana que se oponen a la sensación de equilibrio espiritual y felicidad. Más recientemente, estudios científicos han rescatado este mismo principio (4) señalando que la sociedad de consumo y la presión social por competir en status  con nuestros vecinos nos conducen hacia dinámicas personales que distan mucho de una vida emocionalmente sana y equilibrada. La Organización Mundial de la Salud ha corroborado estas valoraciones en innumerables estudios sobre la incidencia de la depresión en la población de las sociedades occidentales, sin embargo seguimos mayoritariamente en este extraño juego social. ¿Qué sucede? ¿Por qué no cambiamos? No cabe duda de que somos seres gregarios.


Sebastián Goldsmith


Notas

(1) Keynes, J.M. Essays on persuasion.

(2) Redes. Ser feliz es cuestión de voluntad. Video.

(3) Aristóteles. Ética a Nicómaco.
                       Acerca del alma.

      Lao-Tse. Tao Te King. Descargar en pdf

(4) Redes. Ser feliz es desear menos. Video.




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