Cuando la quimera de la cultura del esfuerzo se topa con la triste realidad

La cultura del esfuerzo como vía segura para conseguir el éxito profesional es algo que se nos vende con insistencia en la actualidad. Pero una cosa es la edulcorada teoría y otra muy distinta la realidad cotidiana.

         Hace unos días varios medios de comunicación se hicieron eco de la historia de Moritz Erhardt, un joven becario alemán de 21 años que falleció en su apartamento tras haber trabajado sin descanso durante alrededor de 72 horas en la sede del Bank of America en la City de Londres. El desdichado becario trabajó hasta el mortal agotamiento porque, como todos los demás que se someten a semejantes condiciones laborales, aspiraba a un codiciado puesto en el sector de la banca de inversión de la capital británica, un empleo por otra parte especialmente bien pagado y, claro está, hay que competir ferozmente durante jornadas a cada cual más maratoniana para superar semejante periodo de pruebas. En el caso de Moritz la expresión "matarse trabajando" está más que justificada, todos sus esfuerzos, todas esas horas de estrés, presión asfixiante y privación de sueño acabaron de la peor forma posible. Es un caso aislado y extremo, pero nos muestra muy bien hacia dónde vamos en la sociedad actual.

        La doctrina que relaciona de manera inequívoca sacrificio y esfuerzo personal con un éxito profesional asegurado es algo que ya se ha tratado en otros interesantes artículos publicados en este blog, como por ejemplo Rat race: la juventud sin futuro (esa "carrera de ratas" en pos del trabajo y la posición social anheladas) o La promoción de la cultura del esfuerzo como camino al éxito. Nos venden la moto con eso de que el esfuerzo constante y el trabajo duro de cada día siempre tienen una recompensa, también con la idea de que aquellos que fracasan es porque no se han aplicado lo suficiente, son vagos o no están dispuestos a sacrificarse tanto como otros. La culpa siempre es del individuo, nunca del sistema y de quienes lo controlan. No voy a entretenerme más explicando argumentos que ya se exponen de forma más amplia en los artículos que he citado, solo voy mostrar una serie de ejemplos sacados de la vida real que cuanto menos ponen en entredicho el tan aclamado dogma de la cultura del esfuerzo, eso que tantas veces hemos oído por ahí de que "el que vale para su trabajo no tiene por qué temer que lo despidan o, al contrario, los menos preparados y aquellos que no se esfuerzan ni están motivados no durarán ni dos días en una empresa".

       En primer lugar hablaré de lo que un día me contaba con preocupación una persona a la que conozco desde hace muchos años. Se trata de un aparejador que lleva trabajando desde hace casi una década en un importantísimo y prestigioso despacho de ingeniería que realiza proyectos por medio mundo y tiene oficinas en ciudades de distintos países. Se esperaría que una empresa así buscara contar en sus filas con los mejores y más experimentados profesionales, de hecho tiene la costumbre de realizar esas odiosas evaluaciones de rendimiento semestrales (método copiado, cómo no, de los yanquis) que en teoría buscan averiguar quién ha mejorado en su trabajo y quién no. Pues bien, el aparejador me contaba el caso de dos trabajadores de esa empresa que en principio no tendrían por qué ver peligrar su puesto. Uno es un ingeniero de unos cincuenta años con un amplio y extraordinario currículum respaldado por sus largos años de experiencia dirigiendo obras de todo tipo, la última de las cuales fue un proyecto de ampliación del puerto de Barcelona especialmente complicado y que supo resolver con maestría, ganándose con ello las felicitaciones de todos aquellos que habían trabajado con él, además de obtener una de las notas más altas entre todos los empleados en una de esas evaluaciones de las que he hablado. El otro es un arquitecto que, sin ser tan brillante como el anterior, estaba dispuesto a hacer todo lo que la empresa le decía por sacrificado que fuese. Si había que marcharse a Brasil, Marruecos, Dubái o donde fuera porque el trabajo estaba allí, él se trasladaba sin rechistar y aceptando las condiciones que le imponían porque, como se dice habitualmente, "es lo que hay y lo tomas o lo dejas". Nadie podría decirle a este arquitecto que no estaba dispuesto a sacrificarse por conservar su trabajo, como tampoco se le podría reprochar que no se esforzaba como el que más cuando se quedaba noches sin dormir en el despacho para entregar los proyectos a tiempo.

      Sabiendo esto, ¿cómo pensáis que la empresa recompensó a estos trabajadores llegado el momento, el ingeniero excelente por un lado y el abnegado arquitecto por el otro? Pues nada más y nada menos que dándoles una patada en el culo y echándolos a la calle ¿De qué sirvió ser un profesional ampliamente reconocido en su ámbito y con una larga experiencia a sus espaldas? ¿Y estar dispuesto a trabajar las horas que sea o en la parte del mundo que sea? Esto es lo que pasa cuando las personas quedan reducidas a simples números, la empresa hace sus cálculos y, si puede contratar a alguien muchísimo más barato para realizar una tarea similar aunque trabaje visiblemente peor, la decisión está clara. Eso en el caso de que contrate, porque en la empresa de la que estoy hablando, como en otras tantas, se despide a la gente y su trabajo lo absorben los que quedan (con una bajada de sueldos por supuesto). Así funcionan las cosas en aras de una supuesta mayor eficiencia, el aparejador que me contó todo esto confesaba que ya resultaba imposible saber a qué atenerse para que no te despidieran, era algo así como la ruleta rusa, si te toca mala suerte. Eso sí, en un acto de cinismo, los jefes acordaron cambiar el nombre del departamento de Recursos Humanos por el de Departamento de Personas, ya que de esta manera "la empresa ofrecía una imagen más humana". Para que se metan sus cambios de nombrecitos por donde todos sabemos.

      Para terminar contaré una segunda historia que viví mucho más de cerca y que también pone de manifiesto la arbitrariedad del éxito o el fracaso en el mundo laboral. Hace unos cuantos años trabajaba en una empresa instaladora que, entre otras cosas, realizaba para Gas Natural las inspecciones periódicas de las instalaciones domésticas de gas en el área de mi ciudad natal y alrededores. Cada campaña se contrataba gente nueva que era puesta a prueba sin importar demasiado su experiencia en trabajos similares. Pongo el ejemplo de dos personas que entraron a trabajar a la vez, una era un universitario recién titulado que no tenía la más remota idea de lo que eran las instalaciones de gas y que tampoco tenía la pinta de ser precisamente un manitas, el otro era un joven con el carnet de instalador, que también era soldador de tuberías y que además tenía experiencia en reparación y mantenimiento de aparatos a gas. Después de una formación previa poco menos que elemental los trabajadores en fase de pruebas se pusieron a realizar inspecciones domésticas, la máxima de la empresa era que cuantas más actas de inspección firmadas trajeras a la oficina al final de cada jornada mejor.

      Dados sus limitados conocimientos del sector, el universitario buscaba complicarse lo mínimo la existencia en cada visita. Pasaba el detector de fugas por las partes de la instalación más evidentes para ahorrar tiempo, jamás desmontaba los calentadores y calderas para inspeccionarlos por dentro y realizar el análisis de los productos de la combustión como correspondía, limitándose a realizar éste de forma tal que en el ticket de resultados salieran ciertos valores que en realidad no reflejaban el estado del aparato en cuestión, pero sí podían pasar por válidos y, si surgía alguna complicación (detectaba una fuga, un aparato que funcionaba incorrectamente, etc.), no se molestaba lo más mínimo en intentar resolverla aun cuando en teoría esa era una de sus obligaciones, indicando a los preocupados ocupantes de la vivienda que llamaran a un teléfono de emergencias que aparecía en la copia del acta de inspección después de soltarles un breve rollo para marearles la perdiz. De esta manera no se pillaba los dedos intentando hacer algo que le podía quedar demasiado grande, al tiempo que iba más rápido en sus visitas para así recoger más actas firmadas. Y no solo eso, si se le presentaba la ocasión, adelantaba visitas fuera de los horarios acordados para acabar antes y poder tener la tarde libre sin que sus superiores lo supieran. Bien sabía que, dadas las peculiaridades de su trabajo, resultaba difícil que pudieran controlar todo el tiempo dónde estaba.

      El joven instalador por su parte se tomaba el trabajo mucho más en serio porque se consideraba un buen profesional. Realizaba las visitas siguiendo los procedimientos, inspeccionando las instalaciones a conciencia, desmontando aparatos para realizar las pruebas correctamente, reparando pequeñas fugas o averías si le era posible y todas las demás tareas que se esperaría hiciera un inspector que conoce bien su trabajo. Como resultado tardaba más que el universitario en sus visitas a los domicilios, recogiendo por consiguiente un número menor de actas. A pesar de ello no hay duda de que sus inspecciones eran mucho más exhaustivas y las conclusiones que se podían extraer de las mismas (si las instalaciones eran seguras o no) más acertadas.

      Pues bien, llegado el momento de la renovación, ¿quién pensáis que siguió en la empresa y quién fue despedido? La lógica diría que quién fuera el mejor profesional, por supuesto el joven instalador, aunque los jefes se guiaron por otros parámetros. A sus ojos solo importaba el número de actas firmadas que trajeras cada día, la presunta certificación que exigía Gas Natural para decir que se realizaban los controles de acuerdo a la legislación vigente, sin importar cómo se hacían dichos controles (ya se sabe, hecha la ley, hecha la trampa). El profesional acreditado y con experiencia, que sabía cómo hacer su trabajo, se fue a la calle y el pícaro universitario, no solo fue renovado, sino que poco después le ascendieron; aunque en este último caso habría que decir en su favor que su título también tuvo algo que ver. Así funcionan las cosas en este país, esforzarse y arriesgarse a morir de agotamiento trabajando como Moritz Erhardt quizá no tenga recompensa. Hay otras cosas que todos sabemos que funcionan mucho mejor, que tu papá y tu mamá sean gente importante y te proporcionen un buen enchufe, ser un espabilado sin escrúpulos más preocupado por aparentar que por trabajar bien, ser un lameculos, etc. Después de todo esas también son fórmulas contrastadas para alcanzar el éxito.


                                                                                                                                   El último de la clase                             

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