La amenaza que el ser humano representa para el planeta es un tema que centra no pocos debates. Pero, ¿está la vida sobre la Tierra en peligro por nuestra culpa o somos nosotros los que podemos acabar autodestruyéndonos?
La afirmación de que, a
causa de las actividades humanas en general y de la globalización de nuestra
sociedad industrializada y de consumo en particular, la Tierra y sus
equilibrios naturales se están viendo seriamente amenazados, es algo que cualquiera
de nosotros ha escuchado con toda seguridad en no pocas ocasiones. No por
reiterado llama poderosamente la atención que a día de hoy todavía haya muchas
personas que aborden el tema de la problemática medioambiental con un profundo
desdén, considerándolo como algo propio únicamente de ecologistas (nótese que
hay veces en que el adjetivo se emplea de manera despectiva), hippies,
“perroflautas” y “progres” trasnochados. En el espectro opuesto encontramos a
quienes afrontan el asunto desde una perspectiva ciertamente apocalíptica, el
fin del mundo y el de toda la vida que en él habita, algo que tiene que ver
mucho más con sus propias supersticiones o creencias religiosas que con
evidencias científicas. Para ello se basan en las más diversas fuentes, desde
las supuestas y absurdamente sobrevaloradas profecías de Nostradamus, pasando
por el hipotético final predicho por los mayas muchos siglos atrás (un final de
ciclo de su calendario que nada tiene que ver con un cataclismo a escala
global), hasta el bíblico Apocalipsis de San Juan y sus delirantes señales que
presuntamente anuncian toda clase de horribles desastres.
Para
abordar no obstante un tema tan serio y trascendental como el probable colapso
medioambiental y de recursos a escala mundial en el que podemos vernos inmersos
dentro tal vez de no muchos años, es preciso analizar las evidencias de que
disponemos de la forma más objetiva posible. Una de dichas evidencias, por
ejemplo, es la que nos habla de la más que preocupante pérdida de biodiversidad
que están sufriendo todos los ecosistemas del planeta. La UICN (Unión
Internacional para la Conservación de la Naturaleza, integrada por alrededor de
10.000 científicos y expertos en la materia) afirma que el ritmo actual de
extinción de especies es de cien a mil veces superior a la tasa de extinción
base, o nivel medio en la evolución biológica de la Tierra (puesto que siempre
se han estado extinguiendo especies). De seguir así la tendencia, y esto es
algo que cualquiera que esté medianamente informado y tenga un mínimo de
sentido común no puede negar, es muy posible que la mitad de las especies
vivientes haya desaparecido dentro de cien años. Ahora bien, el colapso más o
menos repentino en el número y variedad de seres vivos no es un fenómeno nuevo
ni desconocido en la historia geológica de nuestro planeta, a lo largo de la
misma los paleontólogos han podido corroborar la existencia inequívoca de
varios de estos eventos, los denominan extinciones en masa. Que se
sepa ha habido un total de cinco desde que surgió la vida en la Tierra, la
primera tuvo lugar hace unos 444 millones de años y la última hace “tan solo”
65 millones de años, la extinción en masa que acabó con los dinosaurios
seguramente como consecuencia del impacto de un gran asteroide.

Esto por si solo fue la causa de la destrucción de un gran número de
ecosistemas en la región afectada, pero mucho más graves fueron los trastornos
climáticos que desencadenaron la ceniza y los gases expulsados a la atmósfera
por una erupción tan intensa y prolongada. El nivel de dióxido de
carbono aumentó drásticamente y esto dio lugar a un calentamiento
generalizado, las temperaturas debieron de ascender unos 5ºC con respecto al
periodo inmediatamente anterior al episodio. Tal incremento alteró el
equilibrio ecológico existente tanto en la tierra como en el mar, las sequías
resultaron devastadoras en un supercontinente ya desértico de por sí y el
aumento de las temperaturas en los océanos trajo nuevos e inesperados
problemas. En los lechos marinos, a gran profundidad, tienden a acumularse
enormes cantidades de un compuesto denominado hidrato de metano,
que se mantiene en estado sólido a causa de un delicado equilibrio en el que
intervienen la presión y la temperatura del agua. Si esta última aumenta aunque
sea unos pocos grados, dicho equilibrio se rompe y el metano que contiene este
compuesto comienza a evaporarse y escapa a la atmósfera. El metano es un gas de
efecto invernadero diez veces más potente que el dióxido de
carbono, por lo que su liberación descontrolada en el aire tiene consecuencias
verdaderamente catastróficas. Esto último es precisamente lo que ocurrió a
finales del Pérmico, el aumento de los niveles de este gas en la atmósfera
intensificó todavía más los efectos del calentamiento global y eso afectó a la
dinámica de las corrientes marinas, alterándolas de una manera mortífera. En un
mundo sobrecalentado de polo a polo las masas de agua dejaron de moverse al no
haber un gradiente de temperaturas suficiente entre regiones que las impulsara.
Los océanos se estancaron y como consecuencia de ello los niveles de oxígeno en
los mismos comenzaron a disminuir, empezando por el fitoplancton (la base de la
cadena trófica oceánica) las poblaciones de organismos en el mar comenzaron a
colapsar en una suerte de reacción en cadena.
En
última instancia todo esto habría de desencadenar un último proceso más
inquietante aún si cabe que los anteriormente citados, los científicos lo
denominan la rarefacción del oxígeno. El fitoplancton marino es el
principal agente productor de este gas en la biosfera (según los estudios, las
estimaciones indican que entre el 70% y el 98% del oxígeno disponible lo
producen estas microalgas), por lo que, al desaparecer casi por completo de los
océanos, el ciclo de renovación quedó truncado. La consecuencia inevitable fue
un progresivo descenso del nivel de oxígeno en el aíre, que pasó en
relativamente poco tiempo de casi un 30% (una proporción apreciablemente
superior a la de hoy en día) a poco más del 10% (más o menos la mitad que
actualmente). Y no solo eso, en el entorno prácticamente anaeróbico de la mayor
parte de los mares, y libres de toda competencia con otros muchos organismos,
se multiplicaron las bacterias productoras de sulfuros. Como su propio nombre
indica, estos microbios producen como residuo de su metabolismo sulfuro
de hidrógeno, un gas tóxico para la mayoría de los seres vivos aun en
pequeñas cantidades y que, además, es capaz de destruir el ozono. Ni qué decir
tiene que, atacada primero desde múltiples frentes, la vida terminó sufriendo
un último y durísimo revés como consecuencia de la rarefacción del oxígeno y la
contaminación de la atmósfera por el sulfuro de hidrógeno, que incluso pudo
privar al planeta de parte de la cobertura frente a la radiación ultravioleta
procedente del Sol que suponía la capa de ozono. Pocos organismos pudieron
sobrevivir a esta “Gran Muerte”, tal y como se la ha venido a
llamar, la mayoría de ellos seres muy modestos (como las ya mencionadas
bacterias productoras de sulfuros, que proliferaron alegremente en los
océanos). Los bosques y más aún los grandes animales, dadas sus necesidades
energéticas, desaparecieron casi por completo, por no decir que no quedó ni uno
solo. El planeta Tierra de finales del Pérmico debía de ser un lugar
aterradoramente desolador.
Sin
embargo, y esto es algo que no debemos olvidar, una vez desaparecido el factor
que lo originó todo (el vulcanismo inusitadamente intenso), la vida sobre la
Tierra comenzó a recuperarse muy lentamente. Entre los supervivientes había un
grupo de pequeños reptiles parecidos a lagartos denominados diápsidos, que
lograron modificar su aparato respiratorio para adaptarse a un mundo pobre en
oxígeno. Con el tiempo terminarían convirtiéndose en las criaturas más
espectaculares sobre la faz de la Tierra, los dinosaurios, así como también en
sus descendientes actualmente vivos las aves. Pero también logró sobrevivir
otro extraño grupo de modestos reptiles que desarrollaron una cubierta de pelo y
el potencial de engendrar a su prole dentro de sus propios cuerpos, de tal
forma que se desarrollaban en condiciones mucho más controladas que las
reinantes en el interior de un huevo, al fin y al cabo a merced de las
alteraciones ambientales. Los mamíferos habían visto la luz.
Somos
herederos de la extinción masiva del Pérmico. Muy a menudo quienes logran
superar un proceso de estas características son las criaturas más
insospechadas, al hacerlo se encuentran ante un mundo en su mayor parte vacío
de competidores en el que pueden multiplicarse y evolucionar. “No es más rico
el que más tiene, sino el que menos necesita”, reza el slogan de un spot de una
conocida trasnacional sueca. Para el caso que nos ocupa cabría decir más bien:
“en periodos de crisis, no sobrevive el más fuerte, grande o espectacular, sino
el que menos necesita para seguir adelante, el que se las arregla con lo poco
que tiene a su disposición y sabe perpetuarse de manera sostenible”. A lo largo
de la dilatada historia de la Tierra la vida ha pasado por diversos
acontecimientos más o menos traumáticos, pero aun así supo seguir su curso.
Recientemente los científicos han encontrado evidencias de eventos
cataclísmicos que sacudieron el planeta cuando este todavía era joven, episodios
de Evaporación Total. Una vez más las pruebas se encuentran ante
nuestros ojos, tan solo hay que alzar la vista cuando oscurece y emplear unos
prismáticos o un pequeño telescopio para contemplar a nuestra vecina cósmica la
Luna. Su superficie está repleta de cicatrices que la erosión no ha borrado al
carecer ésta de atmósfera, impactos que tuvieron lugar mayormente hace unos
3.800 millones de años. La Tierra sufrió impactos incluso mayores al ser un
cuerpo más grande dotado de mayor fuerza de atracción gravitatoria, se ha
estimado que de objetos que llegaron a alcanzar los 500 kilómetros de diámetro
en algunas ocasiones. Estas colisiones fueron tan brutales que provocaron la
total evaporación de los primitivos océanos, cubriendo la atmósfera de vapor de
roca a 2.000ºC de temperatura. Y sin embargo los primeros seres vivos surgieron
y se desarrollaron en un entorno tan infernal como este, no en balde los
científicos han bautizado a dicha época con el nombre de Eón Hadeico (por
el Hades, el inframundo de la mitología griega, antecesor del
Infierno cristiano). La vida es tenaz. Se abre paso y se desarrolla allí donde
puede, nunca tira la toalla y, cuando las condiciones en la superficie se
vuelven insoportables, se refugia en el interior de la corteza terrestre a la
espera de que amaine el temporal. No importa cuán duros sean los golpes que
reciba, siempre que exista la más mínima posibilidad, el más insignificante
rincón donde ocultarse, allí la encontrarás agazapada, aguardando una nueva
oportunidad para crecer, multiplicarse y reconquistar de nuevo el planeta del
que ha tomado posesión.
No
podemos saber con exactitud qué nos deparará el futuro, pero sí podemos hacer
previsiones aprendiendo de lo que nos dice el pasado. En la actualidad la
velocidad a la que aumenta la concentración de dióxido de carbono en la
atmósfera, como consecuencia de los desequilibrios provocados por las
actividades humanas, es notablemente superior a la que tuvo lugar a causa de la
gran erupción siberiana de finales del Pérmico. Tampoco debemos olvidar que el
volumen de hidrato de metano depositado en los fondos oceánicos es
sencillamente inmenso, lo mismo que las cantidades de este gas atrapadas en
el permafrost (suelo permanentemente helado) de las regiones
árticas (¿Estarán las bacterias productoras de sulfuros frotándose las manos,
sabedoras de que les vamos a entregar el planeta en bandeja?). Hacer caso omiso
de ciertas señales de alarma puede llegar a ser un acto imperdonable de ceguera
¿Cómo será la Tierra dentro de, por ejemplo, 50 millones de años? Podemos
asegurar que seguirá estando ahí, navegando impertérrita por el espacio sideral
siguiendo su órbita en torno al Sol ¿Y nosotros, qué quedará de nosotros? Tal
vez la única huella perceptible del paso de la humanidad por este mundo no sea
más que una gruesa capa de sedimentos, un estrato geológico más como el nivel
rico en iridio del límite K-T (del Cretácico-Terciario, el fin de la era de los
dinosaurios). En él estarán presentes rastros de los contaminantes que vertimos
al entorno, así como también los vestigios fosilizados de nuestra cultura
material, aquellos que los procesos naturales del planeta no hayan desintegrado
por completo. Sobre las ruinas de nuestra otrora grandiosa civilización habrán
triunfado otras criaturas, seguramente unas que ni tan siquiera sospechamos,
que llegarán para ocupar la Tierra en el interminable y azaroso proceso de la
evolución. Así ha sido siempre y así va a seguir siendo, unas especies se
extinguen y otras surgen para sustituirlas. O tal vez no, tal vez logremos
burlar nuestro fatal destino aunque solo sea por un tiempo. Tal vez podamos
aprender de nuestros errores y superar el umbral que, tal y como Carl Sagan
decía, distingue a las civilizaciones que se han sumido en la autodestrucción
de las que avanzan para convertirse en entes mucho más sostenibles y
respetuosos con su entorno. Tenemos las herramientas y los conocimientos
necesarios para lograrlo, solo hace falta ser consciente de lo que puede
ocurrir si no lo hacemos y tener la voluntad de cambiar. Porque al fin y al
cabo no es el planeta, sino nosotros mismos, los que realmente estamos en
peligro.
Artículo escrito por: El Segador
Para profundizar más recomiendo los siguientes documentales:
- El planeta milagroso II (Masatoshi Kaneko. 2004. Serie
documental de 6 episodios de Lakeshore Entertainment).
- Home (Y. Arthus-Bertrand. 2009. De European Corp.).
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